Capítulo 46

La Yoguini que nunca come

   “Señor, ¿a dónde nos dirigimos esta mañana?”. El Señor Wright, que conducía el Ford, apartó los ojos de la carretera lo suficiente para mirarme con un brillo inquisitivo. Nunca sabía de un día para otro qué parte de Bengala descubriríamos a continuación.

   “Si Dios quiere”, respondí de todo corazón, “¡estamos en camino de ver una octava maravilla del mundo, una santa cuya dieta es el ligero aire!”.

   “Repetición de las maravillas, después de Teresa Neumann”. Pero el Señor Wright se rió igualmente con entusiasmo; incluso aceleró el coche. ¡Más material insólito para su diario de viaje! ¡No era el suyo el del turista medio, desde luego!

   La escuela de Ranchi acababa de quedar atrás; nos habíamos levantado antes que el sol. Además de mi secretario y yo, formaban parte de nuestro grupo tres amigos bengalíes. Bebimos el aire vivificador, el vino natural de la mañana. Nuestro chófer condujo el coche con cuidado entre campesinos madrugadores y carros de dos ruedas, tirados despacio por yuntas de bueyes, inclinados a disputar la carretera a un intruso con claxon.

   “Señor, nos gustaría saber algo más sobre la santa que ayuna”.

   “Su nombre es Giri Bala”, informé a mis acompañantes. “Oí hablar de ella por primera vez hace años a un estudioso, Shiti Lal Nundy. Venía con frecuencia a nuestra casa de Gurpar Road para dar clases particulares a mi hermano Bishnu”.

   “‘Conozco bien a Giri Bala’, me dijo Shiti Babu. ‘Utiliza cierta técnica de yoga que le permite vivir sin comer. Fui su vecino en Nawabganj, cerca de Ichapur1. Me propuse observarla de cerca; jamás tuve evidencia de que tomara alimento o bebida. Finalmente mi interés se hizo tan intenso, que me dirigí al Maharajá de Burdwan2 y le pedí que abriera una investigación. Asombrado por la historia, la invitó a su palacio. Ella accedió a someterse a prueba y vivir dos meses encerrada en una pequeña parte de la casa. Más tarde regresó al palacio para una visita de veinte días; y después para una última prueba de quince días. El mismo Maharajá me dijo que estos tres escrutinios rigurosos le habían convencido sin ninguna duda de su estado sin-alimento.

   “Esta historia de Shiti Babu quedó en mi memoria durante veinticinco años”, concluí. “A veces en América me preguntaba si el río del tiempo no se llevaría a la yoguini3 antes de que yo pudiera conocerla. Ahora debe ser muy mayor. No sé dónde vive, ni si vive. Pero en unas horas llegaremos a Purulia; su hermano tiene allí una casa”.

   A las diez y media nuestro pequeño grupo estaba hablando con el hermano, Lambadar Dey, un abogado de Purulia.

   “Sí, mi hermana vive. A veces está aquí, conmigo, pero en este momento se encuentra en nuestra casa familiar de Biur. Lambadar Babu echó un vistazo dubitativo al Ford. “Swamiji, me cuesta creer que un automóvil pueda adentrarse tanto en la naturaleza como para llegar a Biur. ¡Sería mejor que se resignaran ustedes al antiguo traqueteo del carro de bueyes!”.

   Nuestro grupo, como un solo hombre, prometió lealtad al Orgullo de Detroit.

   “El Ford viene con nosotros desde América”, le dije al abogado. “¡Sería una lástima privarle de la oportunidad de conocer el corazón de Bengala!”.

   “¡Que Ganesh4 les acompañe!”, dijo Lambadar Babu riéndose. Añadió cortésmente, “Si consiguen llegar allí, estoy seguro de que Giri Bala se alegrará de verles. Tiene cerca de setenta años, pero sigue gozando de una excelente salud”.

   “Por favor, dígame, ¿es realmente cierto que no come nada?”. Le miré directamente a los ojos, esas reveladoras ventanas del alma.

   “Es verdad”. Su mirada era abierta y honrada. “En más de cinco decenios nunca se le ha visto comer un bocado. ¡Si de pronto llegara el fin del mundo, no me sorprendería más que si viera a mi hermana tomar alimento!”.

   Nos reímos ante lo improbable de estos dos acontecimientos cósmicos.

   “Giri Bala nunca ha buscado la soledad inaccesible para sus prácticas de yoga”, continuó Lambadar Babu. “Ha vivido toda su vida rodeada por su familia y amigos. Ahora todos se han acostumbrado a su extraño estado. ¡Cualquiera de ellos se quedaría estupefacto si de repente Giri Bala decidiera comer! Mi hermana es de naturaleza reservada, como corresponde a una viuda hindú, pero en nuestro pequeño círculo de Purulia y Biur todos saben que es una mujer literalmente ‘excepcional’”.

   La sinceridad del hermano era manifiesta. Nuestro pequeño grupo le dio las gracias calurosamente y salió para Biur. Nos detuvimos en un establecimiento de la carretera para comer curry y luchis, atrayendo a un enjambre de pilluelos que nos rodearon para ver al Señor Wright comer con los dedos, a la sencilla manera hindú5. Un estupendo apetito nos fortaleció contra una tarde que, desconocida por el momento, iba a mostrarse realmente laboriosa.

   Nuestro camino nos condujo hacia el Este, a través de campos de arroz calcinados por el sol, a la región Burdwan de Bengala. Marchamos por carreteras bordeadas de densa vegetación, con los sonidos de los maynas y de los bulbuls de garganta rayada saliendo de los árboles de enormes ramas como paraguas. De vez en cuando un carro de bueyes; el rini, rini, manyu, manyu del chirrido de sus ejes y de las zapatas de hierro de sus ruedas de madera contrastaba fuertemente en la memoria con el swish, swish de los neumáticos de los autos en el aristocrático asfalto de las ciudades.

   “¡Dick, deténgase!”. Mi repentina orden obtuvo una sacudida de protesta por parte del Ford. “¡Ese mango sobrecargado de fruta está lanzando a gritos una invitación!”.

   Los cinco nos precipitamos como niños hacia el suelo cubierto de mangos; el árbol se descargaba magnánimo de la fruta a medida que ésta maduraba.

   “Cuántos mangos nacerán para pasar inadvertidos”, parafraseé, “y desperdiciar su dulzura en la dura tierra”.

   “En América no hay nada parecido, ¿eh, Swamiji?”, se rió Sailesh Mazumdar, uno de los estudiantes bengalíes.

   “No”, admití, cubierto de satisfacción y jugo de mango. “¡Cuánto he echado de menos esta fruta en Occidente! ¡Un cielo hindú sin mangos es inconcebible!”.

   Cogí una piedra y derribé una orgullosa belleza escondida en la rama más alta.

   “Dick”, pregunté entre mordiscos de ambrosía, calentado por el sol tropical, “¿están todas las cámaras fotográficas en el coche?”.

   “Sí, señor; en el maletero”.

   “Si Giri Bala resulta ser una auténtica santa, quiero escribir sobre ella en Occidente. Una yoguini hindú con facultades tan inspiradoras no debe vivir y morir desconocida, como la mayoría de estos mangos”.

   Media hora más tarde seguía disfrutando de la paz silvestre.

   “Señor”, señaló el Señor Wright, “deberíamos encontrar a Giri Bala antes de que se ponga el sol, para tener suficiente luz para las fotografías”. Añadió con una sonrisa, “¡Los occidentales son muy escépticos; no podemos esperar que crean en esa mujer sin fotos!”.

   Ese rasgo de sabiduría era irrefutable; di la espalda a la tentación y me metí en el coche.

   “Tienes razón, Dick”, suspiré mientras nos alejábamos deprisa, “sacrifico el paraíso de mangos en el altar del realismo occidental. ¡Necesitamos fotografías!”.

   La carretera se volvía cada vez más enfermiza: llena de arrugas de surcos, erizada de barro endurecido, ¡las tristes debilidades de la vejez! A veces nuestro grupo se apeaba para facilitar al Señor Wright las maniobras, con nosotros cuatro empujando desde atrás.

   “Lambadar Babu hablaba con conocimiento de causa”, admitió Sailesh. “El coche no nos lleva a nosotros; ¡nosotros llevamos al coche!”.

   Nuestro tedioso subir y bajar del coche se veía animado de vez en cuando por la aparición de un pueblo, cada uno de ellos una escena de pintoresca simplicidad.

   “Nuestro camino torcía y giraba por bosquecillos de palmeras entre pueblos de belleza natural acurrucados a la sombra del bosque”, recogió el Señor Wright en su diario de viaje, con fecha 5 de Mayo de 1936. “Estos racimos de cabañas de barro y techo de paja, adornadas con los nombres de Dios a la puerta, son fascinantes; muchos niños pequeños y desnudos juegan inocentemente alrededor, deteniéndose para mirar sorprendidos o salir corriendo ante la vista de este carro grande, negro y sin bueyes que se desgarra terriblemente por su aldea. Las mujeres simplemente echan un vistazo desde la sombra, mientras los hombres están perezosamente tumbados bajo los árboles que bordean la carretera, curiosos tras su apariencia de falta de interés. En cierto lugar, todos los aldeanos estaban bañándose alegremente en un gran estanque (vestidos, cambiando las ropas húmedas por otras secas colocadas alrededor del cuerpo). Las mujeres acarreaban agua a casa en enormes jarras de latón.

   “La carretera nos condujo a una alegre persecución sobre montes y crestas; rebotamos y nos sacudimos, nos chapuzamos en pequeños arroyos, rodeamos carreteras sin terminar, nos deslizamos por lechos de río secos y arenosos y, finalmente, alrededor de las 5 de la tarde, nos acercamos a nuestro destino, Biur. Esta diminuta aldea en el interior del distrito de Bankura, oculta y protegida por el denso follaje, queda aislada durante la estación de las lluvias, cuando los arroyos se convierten en torrentes embravecidos y las carreteras escupen como serpientes veneno de barro.

   “Al preguntar el camino a un grupo de fieles que volvían a casa después de orar en el templo (en la soledad del campo), fuimos asediados por una docena de muchachos apenas vestidos, que treparon a los laterales del coche, ansiosos por conducirnos hasta Giri Bala.

   “La carretera nos condujo hacia un bosquecillo de palmeras datileras que ocultaban un grupo de cabañas de barro, pero antes de llegar el Ford se ladeó peligrosamente, estuvo un momento indeciso y por fin se dejó caer sobre las ruedas. El estrecho camino discurría entre árboles y depósitos de agua, pasaba badenes, baches y surcos profundos. El coche quedó atrapado en una masa de matorrales, después varado en un montículo, hubo que quitar montones de tierra; continuamos, despacio y con cuidado; de pronto el paso quedó cortado por una masa de maleza, siendo necesario dar un rodeo por una escarpada cornisa, caímos a un depósito seco; para rescatar el coche fue necesario recurrir a rastrillos, azadas y palas. Una y otra vez la carretera parecía intransitable, pero la peregrinación tenía que seguir adelante; los chicos iban a buscar amablemente palas y destruían los obstáculos (¡Nos acordábamos de Ganesh!), bajo la atenta mirada de cientos de niños y padres.

   Poco después nos abrimos paso a lo largo de los dos surcos formados desde tiempos antiguos, las mujeres miraban con sus grandes ojos desde las puertas de las cabañas, los hombres nos seguían de cerca, y detrás de nosotros, los niños venían corriendo a aumentar la procesión. Quizá el nuestro era el primer automóvil que atravesaba estos senderos; ¡la ‘federación de carros de bueyes’ debe ser aquí omnipotente! ¡Qué sensación creábamos, un grupo conducido por un americano explorando en un problemático coche sus aldeas más intrincadas, invadiendo su intimidad y su santidad!

   “Nos detuvimos en un estrecha callejuela a 30 metros de la casa ancestral de Giri Bala. Sentíamos la emoción de haber alcanzado nuestro objetivo tras la larga lucha en la carretera, coronada por un peligroso final. Nos acercamos a un edificio grande de ladrillo, de dos pisos, que dominaba las cabañas de adobe circundantes; la casa estaba en reparación, pues a su alrededor se encontraban los característicos andamios tropicales de bambú.

   “Con ilusión febril y regocijo reprimido, nos detuvimos ante las puertas abiertas de una casa bendecida por el contacto ‘sin hambre’ del Señor. Los aldeanos estaban boquiabiertos, viejos y jóvenes, desnudos y vestidos, las mujeres algo distantes pero curiosas también, hombres y chicos descaradamente pegados a nuestros talones, observando este espectáculo sin precedentes.

   “Pronto apareció en la puerta una pequeña figura, ¡Giri Bala! Estaba envuelta en seda dorada, sin brillo; a la manera típica india, se adelantó modestamente y con vacilación, escudriñando ligeramente desde detrás de los pliegues de su swadeshi. Sus ojos brillaban como ascuas en la oscuridad de su tocado; quedamos entusiasmados por el más benévolo y amable de los rostros, un rostro de realización y comprensión, libre de la mancha de los apegos terrenales.

   “Se acercó sumisamente y en silencio consintió que le sacáramos fotografías e hiciéramos algunas grabaciones6. Paciente y tímidamente, soportó nuestras técnicas fotográficas de la adecuación de la postura y los arreglos de luz. Finalmente habíamos obtenido para la posteridad muchas fotografías de la única mujer conocida en el mundo que ha vivido sin comer ni beber durante más de cincuenta años. (Por supuesto Teresa Neumann ayuna desde 1923). La expresión de Giri Bala era la más maternal cuando se detuvo ante nosotros, completamente cubierta con su vestido suelto, sin que nada quedara visible de su cuerpo salvo el rostro, de ojos bajos, las manos y sus diminutos pies. Un rostro de paz poco común y porte inocente, labios anchos, infantiles y temblorosos, una nariz femenina, estrecha, ojos relucientes y una sonrisa pensativa”.

   Compartí la impresión del Señor Wright sobre Giri Bala; la espiritualidad le envolvía como un velo de delicado brillo. Me saludó con el pronam con que un seglar acostumbra a saludar a un monje. Su sencillo encanto y su tranquila sonrisa nos recibieron mucho más extensamente que una melosa oratoria; nuestro difícil y polvoriento viaje quedó olvidado.

   La pequeña santa se sentó con las piernas cruzadas en la veranda. Aunque mostraba las huellas de la edad, no estaba demacrada; su piel de color aceitunado se conservaba limpia y con aspecto saludable.

   “Madre”, dije en bengalí, “¡he pensado ansiosamente en esta peregrinación durante más de veinticinco años! Supe de su sagrada vida a través de Sthiti Lal Nundy Babu”.

   Asintió con la cabeza. “Sí, mi buen vecino en Nawabganj”.

   “Durante estos años he cruzado los océanos, pero nunca olvidé mi temprano proyecto de verle algún día. El sublime drama que usted representa aquí tan discretamente, debería ser proclamado ante un mundo que ha olvidado hace mucho tiempo el alimento divino interior”.

   La santa levantó los ojos un momento, sonriendo con sereno interés.

   “Baba (padre reverenciado) sabe qué es mejor”, respondió sumisamente.

   Me hizo feliz que no se hubiera sentido ofendida; uno nunca sabe cómo reaccionarán los grandes yoguis y yoguinis al pensar en la publicidad. Como norma la evitan, deseando dedicarse en silencio a la búsqueda profunda del alma. Cuando llega el momento adecuado para mostrar abiertamente sus vidas para beneficio de los buscadores sinceros, reciben un permiso interior.

   “Madre”, continué, “por favor perdóneme entonces por sobrecargarla de preguntas. Tenga la amabilidad de responder solamente a aquellas que desee; comprenderé su silencio”.

Extendió las manos con un delicado gesto. “Me hace feliz contestarlas, en la medida en que una persona tan insignificante como yo pueda dar respuestas satisfactorias”.

   “¡Oh, no, insignificante, no!”, protesté sinceramente. “Usted es una gran alma”.

   “Soy la humilde sirvienta de todos”. Añadió algo curioso, “Me encanta cocinar y dar de comer a la gente”.

   Un extraño pasatiempo, pensé, ¡para una santa que no come!

   “Dígame de sus propios labios, Madre, ¿vive usted sin comer?”.

   “Es cierto”. Permaneció en silencio unos momentos; su siguiente observación dejó ver que había estado luchando con la aritmética mental. “Desde cuatro meses después de cumplir los doce años hasta mi presente edad de sesenta y ocho, un periodo de más de cincuenta y seis años, no he comido ni tomado líquidos”.

   “¿Nunca ha sentido la tentación de comer?”.

   “Si sintiera ansia de alimento, tendría que comer”. Con sencillez, pero regiamente, hizo declaración de esta axiomática verdad, ¡tan bien conocida en un mundo que gira entorno a tres comidas diarias!

   “¡Pero usted come algo!”. Mi tono contenía una nota de protesta.

   “¡Por supuesto!”. Sonrió con rápida comprensión.

   “Su nutrición procede de las sutiles energías del aire y la luz del sol7 y del poder cósmico que recarga nuestro cuerpo a través del bulbo raquídeo”.

   “Baba lo sabe”. Asintió de nuevo, a su modo tranquilo y sin énfasis.

   “Madre, por favor, hábleme de sus primeros años. Son de gran interés para toda la India y para nuestros hermanos y hermanas del otro lado del océano”.

   Giri Bala dejó a un lado su reserva habitual, se relajó en una actitud de conversación.

   “Que así sea”. Su voz era baja y firme. “Nací en esta zona de la selva. Mi niñez no tiene nada digno de señalar, salvo que poseía un apetito insaciable. Fui prometida muy joven.

   “‘Hija’, me advertía con frecuencia mi madre, ‘intenta controlar tu gula. Cuando llegue el momento de que vivas entre extraños, en la familia de tu marido, ¿qué pensarán de ti si pasas los días sin hacer otra cosa que comer?’.

   “La calamidad que mi madre había previsto sucedió. Tenía sólo doce años cuando me uní a la familia de mi esposo en Nawabganj. Mi suegra me regañaba mañana, tarde y noche por mis hábitos glotones. Sin embargo sus reprimendas eran una bendición disfrazada; despertaron mis tendencias espirituales dormidas. Una mañana me ridiculizó sin piedad.

   “‘Pronto le demostraré’, dije, herida en lo más vivo, ‘que no volveré a probar el alimento mientras viva’.

   “Mi suegra se rió con sorna. ‘¡Vaya!, dijo, ‘¿cómo vivirás sin comer si no puedes vivir sin comer en exceso?’.

   “¡Esta observación era irrebatible! No obstante, en mi espíritu tomó forma una resolución de hierro. Busqué a mi Padre Celestial en un lugar solitario.

   “‘Señor’, oré incesantemente, ‘por favor envíame a mi gurú, quien me enseñe a vivir de Tu luz y no del alimento’.

   “Me envolvió un éxtasis divino. Conducida por cierto hechizo, me dirigí al ghat Nawabganj del Ganges. Por el camino encontré al sacerdote de la familia de mi esposo.

   “‘Venerable señor’, dije sinceramente, ‘tenga la amabilidad de decirme cómo vivir sin comer’.

   Me miró con atención, sin contestar. Por último me habló consoladoramente. ‘Hija’, dijo, ‘ven al templo esta tarde; celebraré una ceremonia védica especial para ti’.

   “Esta vaga respuesta no era lo que yo estaba buscando; continué hacia el ghat. El sol de la mañana hendía el agua; me purifiqué en el Ganges como para una iniciación sagrada. Cuando dejaba la orilla del río, con la ropa mojada pegada, a plena luz del día, ¡ante mí se materializó mi maestro!

   “‘Mi querida pequeña’, dijo con una voz de cariñosa compasión, ‘soy el gurú enviado aquí por Dios para responder a tu insistente oración. ¡A Él le conmovió profundamente por su naturaleza en verdad poco común! Desde hoy vivirás de la luz astral, los átomos de tu cuerpo se alimentarán de la corriente infinita’”.

   Giri Bala guardó silencio. Cogí la pluma y el bloc del Señor Wrihgt y traduje al inglés algunos puntos de esta información.

   La santa retomó la historia con su dulce voz apenas audible. “El ghat estaba desierto, pero mi gurú formó un aura de luz protectora a nuestro alrededor, para que ningún bañista de última hora nos molestara. Me inició en una técnica de kria que libera al cuerpo de la dependencia de los pesados alimentos mortales. La técnica incluye el uso de cierto mantra8 y un ejercicio respiratorio más difícil de lo que podría realizar la mayoría de las personas. No interviene la medicina ni la magia; nada más que kria”.

   A la manera de los periodistas americanos, que me enseñaron sin saberlo este procedimiento, hice a Giri Bala muchas preguntas sobre temas que me parecían de interés para el mundo. Poco a poco me dio la siguiente información:

   “No he tenido hijos; hace muchos años que me quedé viuda. Duermo muy poco, ya que dormir o estar despierta es para mí lo mismo. Medito por la noche y atiendo mis deberes domésticos durante el día. Apenas siento los cambios climáticos de las estaciones. Nunca he estado enferma o sufrido ningún mal. Sólo siento un ligero dolor cuando me hiero accidentalmente. No tengo excreciones corporales. Puedo controlar mi respiración y mi corazón. Con frecuencia veo a mi gurú y a otras grandes almas en visión”.

   “Madre”, pregunté, “¿por qué no enseña a los demás el método de vivir sin alimento?”.

   Mis ambiciosas esperanzas para los millones de hambrientos del mundo fueron cortadas de raíz.

   “No”. Meneó la cabeza. “Mi gurú me ordenó estrictamente que no divulgara el secreto. No es su deseo manipular el drama de la creación de Dios. ¡Los granjeros no me estarían agradecidos si enseño a muchas personas a vivir sin comer! Las deliciosas frutas quedarían abandonadas inútilmente en el suelo. Parece que la miseria, el hambre y la enfermedad son azotes de nuestro karma, que nos conducen a buscar finalmente el verdadero significado de la vida”.

   “Madre”, dije despacio, “¿qué utilidad tiene que sólo usted viva sin comer?”.

   “Para demostrar al hombre que es Espíritu”. Su rostro se iluminó de sabiduría. “Para probarle que, progresando en la divinidad, puede aprender gradualmente a vivir gracias a la Luz Eterna y no al alimento”.

   La santa se hundió en un profundo estado meditativo. Su mirada estaba dirigida hacia dentro; la dulce profundidad de sus ojos quedó sin expresión. Emitió cierto suspiro, preludio del trance extático sin respiración. Huyó por un momento al reino sin preguntas, el cielo de la dicha interior.

   Había caído la oscuridad tropical. La luz de una pequeña lámpara de queroseno parpadeaba sobre los rostros de un nutrido grupo de aldeanos sentados silenciosamente en cuclillas en la sombra. El rápido movimiento de las distantes linternas de aceite de las cabañas tejía inquietantes dibujos sobre el terciopelo de la noche. Era la penosa hora de la marcha; a nuestro pequeño grupo le esperaba un lento y tedioso viaje.

   “Giri Bala”, dije cuando la santa abrió los ojos, “por favor deme un recuerdo, una tira de uno de sus saris”.

   Volvió enseguida con un trozo de seda de Benarés, extendiéndola en su mano mientras súbitamente se postraba en el suelo.

   “¡Madre!”, dije con reverencia, “¡por el contrario permítame que sea yo quien toque sus benditos pies!”.

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1 En el Norte de Bengala. Volver

2 H. H. Sir Bijay Chand Mahtab, ahora muerto. Probablemente su familia poseerá algunos documentos de las tres investigaciones que hizo el Maharajá sobre Giri Bala. Volver

3 Mujer yogui. Volver

4 “El que quita los obstáculos”, el dios de la buena suerte. Volver

5 Sri Yukteswar solía decir: “El señor nos ha dado los frutos de la bondadosa tierra. Nos gusta ver nuestro alimento, olerlo, probarlo, ¡a los hindúes les gusta también tocarlo!”. Uno no debe preocuparse si también quiere oírlo, ¡siempre que no haya nadie más en la comida! Volver

6 El Señor Wright también hizo grabaciones de Sri Yukteswar durante su última Fiesta del Solsticio de Invierno en Serampore. Volver

7 “Lo que comemos es radiación; nuestro alimento son quanta de energía”, dijo el Dr. George W. Crile, de Cleveland, en una reunión médica el 17 de Mayo de 1933 en Memphis. “Esta importantísima radiación, que libera corrientes eléctricas en el circuito eléctrico del cuerpo, el sistema nervioso, pasa al alimento a través de los rayos del sol. Los átomos”, dice el Dr. Crile, “son sistemas solares. Los átomos son vehículos que se llenan de radiación solar como muelles enrollados. Estos innumerables átomos de energía se ingieren como alimento. Una vez en el cuerpo humano, estos vehículos tensos, los átomos, se disparan en el protoplasma del cuerpo; la radiación aporta energía química nueva, nuevas corrientes eléctricas. ‘Sus cuerpos están hechos de tales átomos”, dijo el Dr. Crile. “Ellos son sus músculos, cerebros y órganos de los sentidos, tales como los ojos y los oídos”.

Algún día los científicos descubrirán cómo vivir directamente de la energía solar. “La clorofila es la única sustancia conocida en la naturaleza que posee el poder de actuar como una ‘trampa para la luz del sol’, escribe William L. Laurence en el New York Times. “‘Captura la energía de la luz solar y la almacena en la planta. Sin ella no podría existir la vida. Obtenemos la energía que necesitamos para vivir de la energía solar almacenada en la planta-alimento que tomamos en la carne de los animales, que se alimentan de las plantas. La energía que obtenemos del carbón o el petróleo es energía solar capturada a través de la clorofila en las plantas de hace millones de años. Vivimos del sol a través de la clorofila”. Volver

8 Poderoso canto vibratorio. La traducción literal del sánscrito mantra es “instrumento del pensamiento”, refiriéndose a los sonidos ideales, inaudibles, que representan uno de los aspectos de la creación; vocalizado como sílabas, un mantra constituye una terminología universal. Los infinitos poderes del sonido proceden del AUM, la “Palabra” o zumbido creativo del Motor Cósmico. Volver

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