Capítulo 17

Sasi y los Tres Zafiros

   “Ya que mi hijo y tú tenéis un concepto tan elevado de Swami Sri Yukteswar, iré a echarle un vistazo”. El tono de voz utilizado por el Dr. Narayan Chunder Roy indicaba que estaba siguiéndome la corriente como a los tontos. Oculté mi indignación, en la mejor tradición del proselitista.

   Mi interlocutor, veterinario, era un agnóstico recalcitrante. Su hijo pequeño, Santosh, me había rogado que me interesara por él. Hasta entonces mi ayuda se había realizado desde la sombra.

   Al día siguiente el Dr. Roy me acompañó a la ermita de Serampore. Tras la breve entrevista que le concedió el Maestro, marcada fundamentalmente por un estoico silencio por ambas partes, el visitante se marchó con brusquedad.

   “¿Por qué traer a un hombre muerto al ashram?”. Sri Yukteswar me miró inquisitivamente tan pronto como la puerta se cerró tras el escéptico de Calcuta.

   “¡Señor! ¡El doctor está bien vivo!”.

   “Pero dentro de poco estará muerto”.

   Quedé impresionado. “Señor, eso será un terrible golpe para su hijo. Santosh espera que con el tiempo su padre cambie sus materialistas puntos de vista. Maestro, le suplico que ayude a ese hombre”.

   “Muy bien; lo haré por ti”. El rostro de mi gurú estaba impasible. “El orgulloso doctor de caballos está acabado a consecuencia de la diabetes, aunque él no lo sabe. Dentro de quince días tendrá que guardar cama. Los médicos lo darán por perdido; su tiempo natural para dejar esta tierra es de seis semanas a partir de hoy. Sin embargo, gracias a tu intercesión, en ese momento se recuperará. Pero con una condición. Tienes que obligarle a utilizar un brazalete astrológico; ¡sin duda se opondrá con tanta violencia como uno de sus caballos antes de una operación!, se rió el Maestro.

   Tras un silencio, durante el cual estuve preguntándome cómo emplearíamos Santosh y yo el mejor arte de la zalamería con el recalcitrante doctor, Sri Yukteswar hizo más revelaciones.

   “Tan pronto como el hombre se ponga bien, adviértele que no coma carne. No obstante él no seguirá este consejo y dentro de seis meses, cuando se sienta mejor que nunca, caerá muerto. Este alargamiento de su vida en seis meses se le concede únicamente porque tú lo has pedido”.

   Al día siguiente le sugerí a Santosh que encargara un brazalete en la joyería. Estuvo listo en una semana, pero el Dr. Roy rehusó ponérselo.

   “Estoy pletórico de salud. Jamás me impresionaréis con esas supersticiones astrológicas”. El doctor me miró beligerante.

   Recordé divertido que el Maestro lo había comparado con razón a un caballo rebelde. Pasaron siete días; el doctor, repentinamente enfermo, consintió dócilmente en llevar el brazalete. Dos semanas más tarde el médico que le atendía me dijo que no había esperanza en el caso de su paciente. Aportó datos angustiosos de los estragos causados por la diabetes.

   Meneé la cabeza. “Mi gurú dijo que después de una enfermedad de un mes, el Dr. Roy se pondría bien”.

   El médico me miró fijamente, incrédulo. Pero a la noche siguiente se me acercó con aire de disculpa.

   “¡El doctor Roy se ha recuperado totalmente!”, exclamó. “Es el caso más sorprendente que he vivido. Nunca antes había visto una reacción tan inexplicable en un moribundo. ¡Desde luego tu gurú debe ser un profeta sanador!”.

   Después de una entrevista con el Dr. Roy, durante la cual le repetí la advertencia de Sri Yukteswar sobre la dieta sin carne, no volví a verle en seis meses. Una noche, yo estaba sentado en el pórtico de mi casa, en Gurpar Road, cuando se detuvo a charlar un momento.

   “Díle a tu profesor, que gracias a comer carne con frecuencia, he recuperado la fuerza totalmente. No me he dejado influir por sus poco científicas ideas sobre la dieta”. Era cierto que el doctor Roy parecía el retrato mismo de la salud.

   Pero al día siguiente Santosh vino corriendo a mi casa, en la manzana contigua. “¡Mi padre ha caído muerto esta mañana!”.

   Este caso fue una de las experiencias más extrañas que tuve con el Maestro. Curó al rebelde veterinario a pesar de su incredulidad y alargó la duración natural de su vida en la tierra durante seis meses, sólo porque yo se lo supliqué vivamente. La bondad de Sri Yukteswar era ilimitada ante la oración ferviente de un devoto.

   Para mí era un gran privilegio llevar a mis amigos de la facultad a conocer a mi gurú. Muchos de ellos dejaban a un lado, ¡al menos en el ashram!, su capa de escepticismo religioso a la moda académica.

   Uno de mis amigos, Sasi, pasó varios fines de semana felices en Serampore. El Maestro se encariñó mucho con el muchacho y lamentaba que su vida privada fuera turbulenta e indisciplinada.

   “Sasi, a menos que te reformes, de aquí a un año caerás gravemente enfermo”. Sri Yukteswar miró a mi amigo con exasperación afectuosa. “Mukunda está de testigo, después no digas que no te lo advertí”.

   Sasi se rió. “Maestro, ¡dejaré en sus manos que el cosmos interceda con dulce caridad en mi triste caso! Mi espíritu está dispuesto, pero mi voluntad es débil. Usted es mi único salvador en el mundo; no creo en nada más”.

   “Al menos deberías llevar un zafiro azul de dos quilates. Te ayudaría”.

   “No puedo permitírmelo. De cualquier modo, querido guruji, si llegan los problemas, creo absolutamente que usted me protegerá”.

   “Dentro de un año me traerás tres zafiros”, replicó Sri Yukteswar enigmáticamente. “Entonces no serán de ninguna utilidad”.

   Regularmente tenían lugar variaciones sobre esta conversación. “¡No puedo reformarme!”, decía Sasi con cómica desesperación. “Y mi confianza en usted, Maestro, ¡es más preciosa que ninguna piedra!”.

   Un año más tarde estaba visitando a mi gurú en Calcuta, en casa de su discípulo Naren Babu. Alrededor de las diez de la mañana, mientras Sri Yukteswar y yo estábamos tranquilamente sentados en la sala del segundo piso, oí que se abría la puerta principal. El Maestro se irguió con rigidez.

   “Es Sasi”, observó gravemente. “Ha pasado un año; sus pulmones están agotados. Hizo caso omiso de mi consejo; díle que no quiero verle”.

   Casi aturdido por la dureza de Sri Yukteswar, corrí escaleras abajo. Sasi estaba subiendo.

   “¡Ay, Mukunda!, espero que el Maestro esté aquí; tengo la corazonada de que es así”.

   “Sí, pero no quiere que le molesten”.

   Sasi rompió a llorar y pasó rozándome. Se arrojó a los pies de Sri Yukteswar, poniendo ante ellos tres bellos zafiros.

   “¡Omnisciente gurú, los médicos dicen que tengo tuberculosis galopante! Imploro humildemente su ayuda; ¡sé que usted puede curarme!”.

   “¿No es un poco tarde para preocuparte por tu vida? Véte con tus joyas; el momento en que fueron útiles ha pasado”. A continuación el Maestro se sentó como una esfinge, en un silencio implacable, interrumpido por los sollozos del chico pidiendo piedad.

   Tuve la convicción intuitiva de que Sri Yukteswar solamente estaba probando la profundidad de la fe de Sasi en sus poderes curativos. No me sorprendí cuando, una hora más tarde, el Maestro puso en mi amigo, postrado, una mirada compasiva.

   “Levántate, Sasi; ¡qué alboroto estás armando en casa ajena! Devuélvele al joyero los zafiros; ahora son un gasto innecesario. Pero consigue un brazalete astrológico y úsalo. No temas; en unas semanas estarás bien”.

   La sonrisa de Sasi iluminó su rostro bañado en lágrimas como el sol ilumina de pronto un paisaje empapado. “Querido Maestro, ¿debo tomar los medicamentos que me han prescrito los médicos?”.

   Sri Yukteswar le miró paciente. “Como quieras, tómalas o déjalas; no tiene importancia. Es más fácil que el sol y la luna intercambien sus posiciones, que tú mueras de tuberculosis”. Añadió con brusquedad, “ahora véte, ¡antes de que cambie de opinión!”.

   Con una nerviosa reverencia, mi amigo salió precipitadamente. Lo visité varias veces durante las siguientes semanas y me sentía aterrado ante el progresivo empeoramiento de su enfermedad.

   “Sasi no pasará de esta noche”. Estas palabras de su médico y el espectáculo de mi amigo, reducido casi a un esqueleto, me llevaron con toda urgencia a Serampore. Mi gurú escuchó fríamente mi lloroso informe.

   “¿Para qué vienes a molestarme? Ya me oíste asegurarle a Sasi que se recuperará”.

   Inclinándome sobrecogido, me dirigí a la puerta. Sri Yukteswar no dijo una sola palabra de despedida, sino que se hundió en el silencio; con los ojos semicerrados, sin pestañear, su visión huyó a otro mundo.

   Regresé de inmediato a casa de Sasi, en Calcuta. Asombrado, encontré a mi amigo sentado, bebiendo leche.

   “¡Ah, Mukunda!, ¡qué milagro! Hace cuatro horas sentí la presencia del Maestro en la habitación; los terribles síntomas desaparecieron inmediatamente. Sentí que por medio de su gracia estaba completamente curado”.

   Pocas semanas después Sasi estaba más fuerte y sano que nunca.1 Pero su extraña reacción ante su curación tuvo un matiz de ingratitud, ¡raramente volvió a visitar a Sri Yukteswar! Mi amigo me dijo en una ocasión que deploraba tan intensamente su forma de vida anterior, que se sentía avergonzado ante el Maestro.

   Sólo pude concluir que la enfermedad de Sasi había tenido el efecto contrastante de fortalecer su voluntad y empeorar sus modales.

   Los dos primeros cursos en el Scottish Church College llegaban a su fin. Mi asistencia a clase había sido muy esporádica; lo poco que había estudiado había sido para estar en paz con mi familia. Mis dos profesores particulares venían a casa regularmente; yo estaba regularmente ausente, ¡al menos puedo apreciar esta regularidad en mis años de estudiante!

   En la India, con dos años de facultad pasados con éxito, se obtiene el diploma en “Intermediate Arts”; con él pueden seguirse otros dos años de estudio y obtenerse el título A.B.2

   Los exámenes finales del “Intermediate Arts” se vislumbraban amenazadores. Huí a Puri, en donde mi gurú estaba pasando unas semanas. Esperando vagamente que él me daría permiso para no presentarme a los exámenes finales, le comuniqué mi embarazosa falta de preparación.

   Pero el Maestro sonrió consoladoramente. “Te has dedicado sin reservas a tus deberes espirituales y no sería bueno que descuidaras tu trabajo en el instituto. Aplícate diligentemente a los libros durante la próxima semana, pasarás por el suplicio sin fracasar.

   Regresé a Calcuta, acallando con firmeza toda duda razonable que de vez en cuando surgía con incómoda mofa. Contemplando la montaña de libros encima de mi mesa, me sentía como un viajero perdido en el desierto. Un largo periodo de meditación me procuró una inspiración para ahorrar trabajo. Abriendo cada uno de los libros al azar, estudiaba sólo las páginas que aparecían a la vista. Siguiendo este método dieciocho horas diarias durante una semana, me consideré con derecho a aconsejar a las generaciones sucesivas en el arte de preparar los exámenes a toda velocidad.

   Los días siguientes en las aulas de examen respaldaron mi aparentemente poco sistemático procedimiento. Pasé todas las pruebas, aunque por los pelos. Las felicitaciones de mi familia y amigos estaban cómicamente mezcladas con exclamaciones que delataban su asombro.

   A su vuelta de Puri, Sri Yukteswar me dio una agradable sorpresa. “Tus estudios en Calcuta se han terminado. Veré cómo puedes seguir los dos últimos años de universidad aquí, en Serampore”.

   Yo estaba desconcertado. “Señor, en esta ciudad no existe facultad de Filosofía y Letras”. El    “Serampore College”, la única institución de estudios superiores, sólo ofrecía los dos años del “Intermediate Arts”.

   El Maestro sonrió maliciosamente. “Soy demasiado viejo para pedir donativos para establecer una facultad A.B. para ti. Supongo que tendré que resolver la cuestión a través de otro”.

   Dos meses más tarde, el profesor Howells, presidente del “Serampore College”, anunció públicamente que había conseguido recaudar suficientes fondos como para ofrecer la carrera de cuatro años. El “Serampore College” se convirtió en una filial de la Universidad de Calcuta. Fui uno de los primeros alumnos en matricularme en Serampore como candidato al A.B.

   “Guruji, ¡qué bueno es conmigo! Ansiaba dejar Calcuta y estar todos los días en Serampore, cerca de usted. ¡El profesor Howells no sospecha cuánto le debe a su silenciosa ayuda!”.

   Sri Yukteswar me miró fingiendo severidad. “Ahora no tendrás que pasar tantas horas en el tren; ¡eso te dejará mucho tiempo libre para tus estudios! Quizá llegarás a ser menos un preparador de exámenes de última hora y más un estudioso”. Pero algo en el tono de su voz carecía de convicción.

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1 En 1936 supe por un amigo que Sasi todavía gozaba de excelente salud. Volver

2 A.B. siglas de Arts Bachelor, licenciado. (N. de la t.). Volver

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