Capítulo 12

Los años en la Ermita de mi Maestro

   “Has venido”. Sri Yukteswar me recibió desde una piel de tigre en el suelo de una sala con balcón. Su voz era fría, su actitud impasible.

   “Sí, querido Maestro, estoy aquí para seguirle”. Arrodillándome, toqué sus pies.

   “¿Cómo puede ser eso? ¡Haces caso omiso de mis deseos!”.

   “¡Nunca más, Guruji! ¡Sus deseos serán mi ley!”.

   “¡Eso está mejor! Ahora puedo asumir la responsabilidad de tu vida”.

   “Le traspaso la carga gustosamente, Maestro”.

   “Entonces mi primera petición es que vuelvas a casa con tu familia. Quiero que ingreses en un Instituto de Enseñanza Superior en Calcuta. Tu educación debe continuar”.

      “Muy bien, señor”. Oculté mi consternación. ¿Los importunos libros iban a perseguirme a través de los años? ¡Primero mi padre y ahora Sri Yukteswar!

   “Algún día irás a Occidente. Su gente prestará oídos con más receptividad a la antigua sabiduría de la India si el profesor hindú extranjero tiene un título universitario”.

   “Usted sabe lo que es mejor, Guruji”. Mi tristeza se disipó. La referencia a Occidente me pareció desconcertante, remota; pero la oportunidad de complacer al Maestro obedeciéndole era absolutamente inmediata.

   “Estarás cerca, en Calcuta; ven cuando tengas tiempo”.

   “¡Todos los días si es posible, Maestro! Acepto agradecido su autoridad en todos los detalles de mi vida, con una condición”.

   “¿Sí?”.

   “¡Que me prometa revelarme a Dios!”.

   Siguió una hora de lucha verbal. La palabra de un maestro no puede falsearse; no se da con facilidad. El compromiso que implica se abre a vastos panoramas metafísicos. Realmente un gurú debe tener una profunda relación con el Creador antes de que pueda ¡obligarle a aparecer! Yo sentía la unidad divina de Sri Yukteswar y estaba decidido, como discípulo suyo, a exigir mi ventaja.

   “¡Eres de temperamento exigente!”. Finalmente el consentimiento del Maestro sonó compasivo:

   “Que tu deseo sea mi deseo”.

   De mi corazón desapareció una sombra de toda la vida; la vaga búsqueda, aquí y allá, había terminado. En mi gurú había encontrado refugio eterno.

   “Ven, te enseñaré la ermita”. El Maestro se levantó de su alfombra de tigre. Miré a mi alrededor; mi vista cayó con asombro sobre un fotografía que había en la pared, adornada con ramas de jazmín.

   “¡Lahiri Mahasaya!”.

   “Sí, mi divino gurú”. El tono de Sri Yukteswar vibraba con reverencia. “Fue más grande, como hombre y como yogui, que ningún otro maestro cuya vida haya estado al alcance de mis investigaciones”.

   Me incliné silenciosamente ante el familiar retrato. Rápido homenaje de mi alma al incomparable maestro que, bendiciéndome en la infancia, había guiado mis pasos hasta aquí.

   Conducido por mi gurú paseé por la casa y sus terrenos. Grande, antigua y bien construída, la ermita rodeaba un patio de sólidas columnas. Los muros exteriores estaban cubiertos de musgo; las palomas aleteaban sobre el plano tejado gris, compartiendo sin ceremonias las dependencias del ashram. En la parte de atrás había un agradable jardín con jackfruit, mangos y plataneros. Los corredores de balaustres de las habitaciones superiores del edificio de dos pisos, daban al patio por tres de sus lados. Una espaciosa sala del piso de abajo, con un alto techo soportado por columnas, era usada, según dijo el Maestro, principalmente para las fiestas anuales de Durgapuja1. Una estrecha escalera conducía a la sala de Sri Yukteswar, cuyo pequeño balcón daba sobre la calle. El ashram estaba amueblado con sencillez; todo era simple, limpio y utilitario. Se veían algunas sillas, bancos y mesas de estilo occidental.

   El Maestro me invitó a quedarme a pasar la noche. Dos jóvenes discípulos que estaban recibiendo preparación en la ermita sirvieron una cena de curry de vegetales.

   “Guruji, por favor, cuénteme algo sobre su vida”. Yo ocupaba una esterilla de paja cerca de su piel de tigre. Las amistosas estrellas parecían muy cercanas más allá del balcón.

   “Mi nombre de familia era Priya Nath Karar. Nací2 aquí, en Serampore, donde mi padre era un rico hombre de negocios. Me dejó esta mansión ancestral, ahora mi ermita. Mis estudios formales fueron escasos; los encontraba lentos y superficiales. Al comienzo de la edad adulta asumí las responsabilidades de un hombre de familia y tengo una hija, ya casada. La parte media de mi vida estuvo bendecida por la guía de Lahiri Mahasaya. Después de la muerte de mi esposa ingresé en la Orden de los Swamis y recibí el nuevo nombre de Sri Yukteswar Giri3. Tales son mis sencillos anales”.

   El Maestro sonrió ante la impaciencia de mi rostro. Como todos los bosquejos biográficos, sus palabras habían ofrecido hechos externos sin revelar al hombre interior.

   “Guruji, me gustaría oír alguna historia de su niñez”.

Yukteswar    “Te contaré algunas, ¡cada una con su moraleja!”. Los ojos de Sri Yukteswar centellearon con su advertencia. “En una ocasión mi madre trató de asustarme con una espantosa historia de un espíritu en un cuarto oscuro. Fui allí inmediatamente y expresé mi decepción al no aparecer el espíritu. Mi madre no volvió a contarme historias de terror. Moraleja: Mira al miedo a la cara y dejará de molestarte.

   “Otro recuerdo temprano es mi deseo de un feo perro que pertenecía a un vecino. Tuve a toda la familia trastornada durante semanas por conseguir aquel perro. Mis oídos eran sordos a los ofrecimientos de otros animales de compañía de apariencia más agradable. Moraleja: El apego es ciego; presta un imaginario halo de atractivo al objeto deseado.

   “Una tercera historia se refiere a la plasticidad de la mente juvenil. Oía a mi madre observar de vez en cuando: ‘Un hombre que acepta trabajar bajo otro es un esclavo’. Esa impresión se fijó en mí de forma tan indeleble, que incluso después de casarme rechacé cualquier puesto de trabajo. Hice frente a los gastos invirtiendo la dote de mi familia en terreno. Moraleja: Los sensibles oídos de los niños deberían formarse con sugerencias buenas y positivas. Sus ideas tempranas quedan fuertemente grabadas”.

   El Maestro guardó un tranquilo silencio. Alrededor de medianoche me condujo a un estrecho catre. El sueño fue profundo y dulce aquella primera noche bajo el techo de mi gurú.

   Sri Yukteswar eligió la mañana siguiente para concederme su iniciación en Kriya Yoga. Yo ya había recibido la técnica de dos discípulos de Lahiri Mahasaya, mi padre y mi profesor Swami Kebalananda, pero en presencia del Maestro sentí un poder transformador. Al darme su toque, una gran luz estalló en mi ser, como la gloria de infinidad de soles brillando juntos. Durante todo el día un torrente de inefable gozo inundó mi corazón hasta su centro más recóndito. Sólo a última hora de la tarde conseguí reunir fuerzas para dejar la ermita.

   “Volverás dentro de treinta días”. Cuando llegué a mi casa en Calcuta, el cumplimiento de la predicción del Maestro entró conmigo. Ninguno de mis familiares hizo la observación que yo había temido sobre la reaparición del “pájaro que remonta el vuelo”.

   Trepé a mi pequeño ático y le ofrecí miradas cariñosas, como a una presencia viva. “Tú has sido testigo de mis meditaciones y de las lágrimas y tormentas de mi sadhana. Ahora he llegado al puerto de mi maestro divino”.

   “Hijo, me siento feliz por los dos”. Mi padre y yo nos sentamos juntos en la calma de la noche. “Has encontrado a tu gurú, del mismo modo milagroso que yo encontré una vez al mío. La mano sagrada de Lahiri Mahasaya está protegiendo nuestras vidas. Tu maestro ha resultado ser, no un inaccesible santo del Himalaya, sino uno que está muy cerca de aquí. Mis oraciones han sido escuchadas: en tu búsqueda de Dios no has sido llevado fuera de mi vista para siempre”.

   Mi padre también estaba contento de que reanudara mis estudios formales; hizo los arreglos necesarios. Al día siguiente ingresé en el Colegio de la Iglesia Escocesa de Calcuta.

   Pasaron meses felices. Mis lectores habrán hecho sin duda la perspicaz suposición de que se me veía poco por las aulas del colegio. La ermita de Serampore ejercía una atracción demasiado irresistible. Mi Maestro aceptó mi ubicua presencia sin comentarios. Para mi alivio, apenas se refería a las aulas. Aunque era evidente para todos que yo jamás tendría madera de erudito, me las arreglé para conseguir las notas mínimas que me permitieran pasar de grado a su debido tiempo.

   En el ashram la vida diaria fluía suavemente, sin apenas cambios. Mi gurú se despertaba antes del amanecer. Echado o a veces sentado en la cama, entraba en el estado de samadhi4. Era la simplicidad misma darse cuenta de cuándo se había despertado el Maestro: Detención brusca de estupendos ronquidos5. Una o dos señales; quizá un movimiento corporal. Después el silencioso estado sin respiración: estaba en el profundo gozo yóguico.

   El desayuno no se tomaba a continuación; antes venía un largo paseo por el Ganges. ¡Qué reales y vívidos todavía aquellos paseos matutinos con mi gurú! Gracias a la fácil resurrección de la memoria, con frecuencia me encuentro a su lado: el primer sol calienta el río. Suena su voz, enriquecida por la autenticidad de la sabiduría.

   Un baño; después la comida del mediodía. Su preparación, según las directrices diarias del Maestro, era la cuidadosa tarea de los discípulos jóvenes. Mi gurú era vegetariano. No obstante, antes de ingresar en el monacato tomaba huevos y pescado. Su consejo a los estudiantes era que siguieran una dieta sencilla adecuada a la constitución de cada uno.

   El Maestro comía poco; a menudo arroz coloreado con cúrcuma o zumo de remolacha o espinacas ligeramente rociado con ghee de búfalo o mantequilla fundida. En otras ocasiones podía tomar dhal de lentejas o curry de channa6 con verduras. De postre mangos o naranjas con pudín de arroz o zumo de jackfruit).

   Los visitantes venían por la tarde. Una tormenta regular descargada por el mundo en la tranquilidad de la ermita. Todos encontraban en el Maestro la misma cortesía y amabilidad. Para un hombre que se comprende a sí mismo como alma, no como un cuerpo o un ego, el resto de la humanidad asume una sorprendente similitud de aspecto.

   La imparcialidad de los santos tiene sus raíces en la sabiduría. Los Maestros han escapado de maya; sus alternos rostros de inteligencia o idiotez ya no proyectan una mirada que influya en ellos. Sri Yukteswar no mostraba especial consideración por quienes tenían poder o éxito; ni despreciaba a otros por su pobreza o analfabetismo. Escucharía respetuosamente las palabras veraces de un niño e ignoraría abiertamente a un vanidoso pundit.

   La cena era a las ocho y a veces encontraba a visitas que todavía no se habían marchado. Mi gurú no se hubiera permitido comer solo; nadie se iba del ashram hambriento o insatisfecho. Sri Yukteswar no se sentía nunca perdido o consternado ante visitantes inesperados; bajo su iniciativa surgía un banquete con unos pocos alimentos. Pero economizaba; sus modestos fondos daban para mucho. “Vive cómodamente dentro de tus posibilidades”, decía a menudo. “Las extravagancias te crearán incomodidad”. Ya fuera en los detalles de entretenimiento en la ermita o en los trabajos de construcción y reparación de ésta o en otros asuntos prácticos, el Maestro ponía de manifiesto la originalidad del espíritu creativo.

   Las tranquilas horas del anochecer con frecuencia traían uno de los discursos de mi gurú, tesoros que resisten el paso del tiempo. Sus palabras estaban medidas y talladas por la sabiduría. Una sublime seguridad en sí mismo marcaba su forma de expresión: era única. Hablaba como nadie que yo haya conocido. Sus pensamientos eran pesados en una delicada balanza de discernimiento antes de concederles un atuendo externo. La esencia de la verdad, penetrante incluso en el aspecto fisiológico, salía de él como una fragante emanación del alma. Yo era siempre consciente de estar en presencia de una manifestación viva de Dios. El peso de su divinidad inclinaba automáticamente mi cabeza ante él.

   Si los invitados de última hora se daban cuenta de que Sri Yukteswar estaba absorbiéndose en el Infinito, rápidamente los hacía intervenir en la conversación. Era incapaz de sostener una pose o de alardear de su interiorización. Siempre uno con el Señor, no necesitaba un tiempo especial para la comunión. Un maestro autorrealizado ya ha dejado atrás el trampolín de la meditación. “Las flores caen cuando aparece el fruto”. Pero con frecuencia siguen fieles a las formas espirituales para estímulo de los discípulos.

   Al acercarse la medianoche, mi gurú podía caer dormido con la naturalidad de un niño. No había grandes problemas con la cama. A menudo se acostaba, sin almohada siquiera, en un estrecho sofá cama que ocupaba el segundo lugar tras su habitual asiento de piel de tigre.

   No eran raras las largas discusiones filosóficas nocturnas; cualquier discípulo podía provocarlas gracias a un vivo interés. Entonces yo no sentía el cansancio, ni el deseo de dormir; las palabras vivas del Maestro eran suficientes. “¡Oh, está amaneciendo! Vamos a pasear por el Ganges”. Así terminaron muchos de mis momentos de instrucción nocturna.

   Mis primeros meses con Sri Yukteswar culminaron con una útil lección, “Cómo ser más listo que un Mosquito”. En casa mi familia usaba siempre mosquiteras por la noche. Yo estaba consternado al descubrir que en la ermita de Serampore esta prudente costumbre era honrada con el olvido. No obstante los insectos campaban allí por sus respetos; yo tenía picaduras de la cabeza a los pies. Mi gurú se apiadó de mí.

   “Cómprate una mosquitera y compra también una para mí”. Se rió y añadió, “¡Si compras sólo una para ti todos los mosquitos se concentrarán en mí!”.

   Lo hice más que agradecido. Cuando pasaba la noche en Serampore, a la hora de acostarse mi gurú me pedía que preparara las mosquiteras.

   Una noche los mosquitos estaban especialmente virulentos. Pero el Maestro no dio las instrucciones habituales. Yo escuchaba nervioso el zumbido anticipador de los insectos. Al meterme en la cama lancé una oración propiciatoria en su dirección. Media hora más tarde tosí pretenciosamente para atraer la atención de mi gurú. Creí que me volvería loco con las picaduras y especialmente con el monótono zumbido con que los mosquitos celebraban sus ritos sedientos de sangre.

   El Maestro no se movió; me acerqué a él con cuidado. No respiraba. Era la primera vez que le veía en el trance yóguico; me llenó de miedo.

   “¡Ha debido fallarle el corazón!”. Le puse un espejo debajo de la nariz. No apareció el vaho de la respiración. Para cerciorarme doblemente, le tapé las fosas nasales con los dedos durante unos minutos. Su cuerpo estaba frío e inmóvil. Aturdido, me volví hacia la puerta para pedir ayuda.

   “¡Vaya, un experimentador en ciernes! ¡Mi pobre nariz!”. La voz del maestro temblaba con la risa. “¿No te acuestas? ¿El mundo entero va a cambiar para ti? Cambia tú: quita de tu conciencia a los mosquitos”.

   Me acosté dócilmente. Ningún insecto se aventuró a pasar cerca. Comprendí que mi gurú había consentido en principio con las mosquiteras sólo para complacerme; él no temía a los mosquitos. Su poder yóguico era tal que o bien podía conseguir que no le picaran o bien se evadía en una invulnerabilidad interna.

   “Estaba haciéndome una demostración”, pensé. “Ése es el estado yóguico que yo debo esforzarme por conseguir”. Un yogui debe ser capaz de pasar al supersconsciente y permanecer en él, sin tener en cuenta las múltiples distracciones que nunca faltan en esta tierra. Ya sea en medio del zumbido de los insectos o en la penetrante luz deslumbradora del día, las señales de los sentidos deben ser bloqueadas. Entonces llegan luz y sonido, pero a mundos más bellos que el prohibido Edén7.

   Los instructivos mosquitos sirvieron para otra lección temprana en el ashram. Era la dulce hora del atardecer. Mi gurú estaba explicando incomparablemente los textos antiguos. Yo experimentaba una perfecta paz a sus pies. Un grosero mosquito entró en el idilio compitiendo por mi atención. Al introducir su venenosa aguja hipodérmica en mi muslo, levanté automáticamente una mano vengadora. ¡Un indulto para la inminente ejecución! Recordé oportunamente uno de los aforismos de yoga de Patanjali, el de ahimsa (no-violencia).

   “¿Por qué no rematas el trabajo?”.

   “¡Maestro! ¿Aboga usted por quitar la vida?”.

   “No, pero en tu mente ya has dado el golpe mortal”.

   “No comprendo”.

   “A lo que se refería Patanjali era a suprimir el deseo de matar”. Sri Yukteswar había leído mi proceso mental como un libro abierto. “Este mundo no está dispuesto de forma conveniente para la práctica literal de ahimsa. El ser humano puede verse obligado a exterminar a las criaturas dañinas. No tiene la misma obligación de sentir ira o animosidad. Todas las formas de vida tienen el mismo derecho al aire de maya. El santo que descubra el secreto de la creación estará en armonía con sus incontables y desconcertantes expresiones. Todo hombre puede acercarse a esa comprensión si domina su pasión interior por la destrucción”.

   “Guruji, ¿debe uno ofrecerse en sacrificio antes que matar a una bestia salvaje?”.

   “No, el cuerpo del hombre es precioso. Tiene el más alto valor evolutivo a causa de su cerebro y sus centros espinales únicos. Esto hace posible que el devoto avanzado comprenda totalmente y exprese los aspectos más elevados de la divinidad. Ninguna forma inferior está dotada así. Los Vedas enseñan que la pérdida gratuita de un cuerpo humano es una seria transgresión de la ley kármica”.

   Suspiré aliviado; las escrituras no siempre refuerzan nuestros instintos naturales.

   No llegué a ver nunca al Maestro cerca de un tigre o un leopardo. Pero en una ocasión una mortífera cobra se enfrentó a él, sólo para ser conquistada por el amor de mi gurú. Esta variedad de serpiente es muy temida en la India, donde causa más de cinco mil muertes al año. El peligroso encuentro tuvo lugar en Puri, donde Sri Yukteswar tenía su segunda ermita, encantadoramente situada cerca de la Bahía de Bengala. Prafulla, un joven discípulo de los últimos tiempos, se encontraba con el    Maestro en esa ocasión.

   “Estábamos sentados al aire libre cerca del ashram”, me contó Prafulla. “Una cobra apareció muy cerca, una longitud de más de un metro de puro terror. Mantenía su capucha desplegada con ira mientras se deslizaba rápidamente hacia nosotros. Mi gurú la recibió entre risas, como si se tratara de un niño. Yo estaba fuera de mí, consternado al ver que el maestro iniciaba un palmoteo rítmico8. ¡Estaba entreteniendo al espantoso visitante! Permanecí absolutamente quieto, recitando interiormente todas las fervientes oraciones que podía reunir. La serpiente, muy cerca de mi gurú, ahora estaba inmóvil, parecía magnetizada por su actitud acariciadora. La horrorosa capucha fue reduciéndose gradualmente; la serpiente se deslizó entre los pies del Maestro y desapareció en la maleza.

   “Por qué había movido mi gurú las manos y por qué la cobra no le atacó, era inexplicable para mí entonces”, concluyó Prafulla. “Ahora he llegado a comprender que mi divino maestro está más allá del miedo a ser herido por ninguna criatura viviente”.

   Una mañana, durante mis primeros meses en el ashram, descubrí a Sri Yukteswar mirándome penetrantemente.

   “Estás muy delgado, Mukunda”.

   Su observación tocó un punto débil. Que mis ojos hundidos y mi aspecto demacrado estaban lejos de gustarme lo testificaban las hileras de tónicos de mi habitación de Calcuta. Todo era en vano; desde la niñez me perseguía una dispepsia crónica. Mi desesperación alcanzó un cenit esporádico cuando me pregunté a mi mismo si merecía la pena continuar viviendo con un cuerpo tan falto de salud.

   “Los medicamentos tienen limitaciones, la fuerza vital creativa no las tiene. Créelo: serás sano y fuerte”.

   Las palabras de Sri Yukteswar levantaron en mí la convicción de una verdad de aplicación personal que ningún otro sanador, ¡y lo había intentado con muchos!, había sido capaz de provocar.

   ¡Era visible, de día en día! Engordaba. Dos semanas después de la oculta bendición del Maestro había conseguido el peso, el vigor, que me habían esquivado en el pasado. Mi enfermedad crónica del estómago desapareció para siempre. Más tarde asistí en distintas ocasiones a las curaciones divinas e instantáneas de mi gurú en personas que padecían enfermedades que no presagiaban nada bueno, tuberculosis, diabetes, epilepsia o parálisis. Nadie podría sentirse m ás agradecido por su curación que me sentí yo al verme repentinamente libre de mi aspecto cadavérico.

   “Hace años también yo estuve ansioso por ganar peso”, me contó Sri Yukteswar. “Durante la convalecencia de una grave enfermedad visité a Lahiri Mahasaya en Benarés.

   “‘Señor, he estado gravemente enfermo y perdí muchos kilos’.

   “‘Por lo que veo, Yukteswar9, has creado tu propia indisposición y ahora crees que estás delgado’.

   “Esta respuesta estaba muy lejos de lo que yo había esperado; no obstante mi gurú añadió en tono alentador:

   “‘Veamos; estoy seguro de que mañana te sentirás mejor’.

“Tomando sus palabras como un gesto de curación secreta dirigida a mi receptiva mente, no me sorprendí cuando a la mañana siguiente sentí un bienvenido aumento de fuerza. Fui a ver a mi maestro y exclamé exultante, ‘Señor, hoy me siento mucho mejor’.

   “‘¡Desde luego! Hoy te has fortalecido a ti mismo’”.

   “‘¡No, maestro!’, protesté. ‘Fue usted quien me ayudó; es la primera vez desde hace semanas que tengo algo de energía’.

   “‘¡Ah, sí! Tu enfermedad era bastante grave. Tu cuerpo todavía está débil; quién sabe cómo estará mañana’.

   “El pensamiento de una posible recaída en la debilidad me hizo estremecer de miedo. A la mañana siguiente apenas pude arrastrarme hasta la casa de Lahiri Mahasaya.

   “‘Señor otra vez estoy enfermo’.

   “Mi gurú me miró burlón. ‘¡Vaya! De nuevo te has indispuesto a ti mismo”.

   “‘Gurudeva, ahora me doy cuenta que ha estado usted riéndose de mí un día tras otro’. Mi paciencia estaba al límite. ‘No comprendo por qué no cree usted en la veracidad de lo que digo’.

   “‘En realidad han sido tus pensamientos quienes han hecho que te sientas alternativamente débil y fuerte’. Mi maestro me miraba con cariño. ‘Has visto cómo tu salud ha seguido exactamente a tus expectativas. El pensamiento es una fuerza, como lo son la electricidad o la gravitación. La mente humana es una chispa de la todopoderosa conciencia de Dios. Podría demostrarte cómo todo cuanto tu poderosa mente cree con intensidad sucede instantáneamente’.

   “Sabiendo que Lahiri Mahasaya no hablaba nunca en vano, me dirigí a él con respeto reverencial y gratitud: ‘Maestro, si pienso que estoy bien y he recobrado mi antiguo peso, ¿sucederá?’.

   “‘Así será, en este mismo momento’. Mi gurú hablaba con seriedad, con la mirada concentrada en mis ojos.

   “¡Así fue! Sentí un aumento no sólo de fuerza sino también de peso. Lahiri Mahasaya guardó silencio. Después de algunas horas a sus pies regresé a casa de mi madre, donde me alojaba durante mis visitas a Benarés.

   “‘¡Hijo mío! ¿Qué sucede? ¿Estás hinchado por la hidropesía?’. Mi madre apenas podía creer lo que estaba viendo. Mi cuerpo tenía ahora las mismas robustas dimensiones que antes de mi enfermedad.

Me pesé y vi que en un solo día había ganado veintitrés kilos, que he mantenido siempre. Los amigos y conocidos que habían visto mi delgadez estaban pasmados y maravillados. Varios de ellos cambiaron de vida y se hicieron discípulos de Lahiri Mahasaya como resultado de este milagro.

   “Mi gurú, despierto en Dios, sabía que este mundo no es más que un sueño objetivado del Creador. Siendo totalmente consciente de su unidad con el Soñador Divino, Lahiri Mahasaya podía materializar o desmaterializar o hacer cualquier cambio que deseara en la visión cósmica10.

   “Toda la creación se gobierna por medio de leyes”, concluyó Sri Yukteswar. “Las que se manifiestan en el mundo exterior, que pueden ser descubiertas por los científicos, se llaman leyes naturales. Pero existen leyes sutiles que rigen los reinos de la conciencia y que sólo pueden conocerse gracias a la ciencia interior del yoga. Los ocultos planes espirituales también operan por medio de principios naturales y legítimos. Quien comprende la verdadera naturaleza de la materia no es el científico físico, sino el maestro totalmente autorrealizado. Por eso Cristo fue capaz de reimplantar en el criado la oreja que le había cortado uno de los discípulos”11.

   Sri Yukteswar era un intérprete incomparable de las escrituras. Muchos de mis recuerdos más felices se centran en sus discursos. Pero las joyas de sus pensamientos no se lanzaban a las cenizas del descuido o la estupidez. Un movimiento inquieto de mi cuerpo o un ligero lapsus en que la mente se ausentaba, eran suficientes para cortar abruptamente la exposición del Maestro.

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   “No estás aquí”. El Maestro se interrumpió una tarde con esta revelación. Como de costumbre, estaba siguiendo el curso de mi atención con una inmediatez devastadora.

   “¡Guruji!”, mi tono era de protesta. “¡No me he movido; no he pestañeado; puedo repetir cada una de las palabras que usted ha pronunciado!”.

   “Aún así no estabas totalmente conmigo. Tu objeción me fuerza a señalar que en el fondo de tu mente estabas creando tres instituciones. Una era un retiro en el bosque, en la llanura, otra en lo alto de una colina y la tercera junto al mar”.

   Era cierto que estos pensamientos vagamente formulados habían estado presentes casi subcoscientemente. Le miré disculpándome.

   “¿Qué puedo hacer con un maestro así, que penetra las reflexiones que se forman en mí al azar?”.

   “Me has concedido ese derecho. Las verdades sutiles que estaba exponiendo no pueden ser entendidas sin una absoluta concentración. A menos que sea necesario, no invado las mentes de los demás. El ser humano tiene el privilegio de vagar secretamente entre sus pensamientos. Ni el Señor entra allí de motu propio, ni yo me aventuro a entrometerme”.

   “¡Usted es bienvenido, Maestro!”.

“Tus sueños arquitectónicos se materializarán más tarde. ¡Ahora es el momento de estudiar!”.

   De esta forma incidental mi gurú me reveló, con la sencillez que le era propia, el advenimiento de tres grandes acontecimientos de mi vida. Desde la temprana juventud había vislumbrado enigmáticamente los tres edificios, cada uno en un marco distinto. Estas visiones tomaron su forma definitiva en la secuencia exacta que Sri Yukteswar indicó. En primer lugar fundé una escuela de yoga para niños en la llanura de Ranchi, después mi sede central americana en la cima de una colina en Los Ángeles, por último una ermita en el Sur de California junto al vasto Océano Pacífico.

   El Maestro nunca aseveraba arrogantemente; “¡Profetizo que ocurrirá este o aquel acontecimiento!”. Por el contrario insinuaba: “¿No crees que puede pasar?”. Pero su sola palabra ocultaba un poderoso vaticinio. No había vuelta atrás; ni la más ligera de sus palabras veladas resultó falsa jamás.

   Sri Yukteswar era de carácter práctico y reservado. En él no había nada vago o tontamente visionario. Tenía los pies firmemente en la tierra, la cabeza en el refugio celestial. Admiraba a la gente práctica. “¡La santidad no es estupidez! ¡Las percepciones divinas no disminuyen las capacidades humanas!”, solía decir. “La expresión activa de la virtud da origen a la más viva inteligencia”.

   En la vida del Maestro descubrí claramente la división entre el realismo espiritual y el oscuro misticismo que pasa falsamente por su homólogo. Mi gurú era reacio a hablar sobre los reinos suprafísicos. Su única aura “extraordinaria” era la perfecta simplicidad. En la conversación evitaba hacer referencias llamativas; en la acción se expresaba libremente. Otros hablaban de milagros pero no podían realizarlos; Sri Yukteswar apenas mencionaba las leyes sutiles, pero secretamente actuaba con ellas a voluntad.

   “Un hombre de realización no hace milagros a menos que reciba una autorización interior”, explicaba el Maestro. “Dios no desea que los secretos de Su creación sean promiscuamente revelados12. Además todo individuo tiene el derecho inalienable a su libre albedrío. Un santo no traspasa los límites de esa independencia”.

   El silencio habitual de Sri Yukteswar se debía a su profunda percepción del Infinito. No tenía tiempo para las interminables “revelaciones” que llenan los días de profesores sin autorrealización. “En el hombre trivial el pez de los pequeños pensamientos produce mucha conmoción. En las mentes oceánicas las ballenas de inspiración apenas levantan una onda”. Esta observación de las escrituras hindúes no carece de fino humor.

   Como consecuencia de las formas poco espectaculares de mi gurú, sólo unos pocos de sus contemporáneos le reconocieron como a un superhombre. El adagio popular: “Es necio quien no puede ocultar su sabiduría”, jamás podría aplicarse a Sri Yukteswar. Aunque nacido mortal como los demás, el Maestro había alcanzado la identidad con el Soberano del tiempo y el espacio. Yo percibía en su vida la unidad divina. Para él no había ningún obstáculo insuperable en la fusión de lo humano con lo divino. Llegué a comprender que tal barrera no existe salvo en la falta de audacia espiritual del hombre.

   Me emocionaba siempre al tocar los sagrados pies de Sri Yukteswar. Los yoguis enseñan que un discípulo se magnetiza espiritualmente a través del contacto reverente con un maestro; se genera una corriente sutil. A menudo el mecanismo de los hábitos indeseables del devoto se cauteriza en el cerebro; se interrumpen beneficiosamente los surcos de las tendencias mundanas. Al menos momentáneamente puede ver levantarse los velos de maya y vislumbrar la realidad de gozo. Todo mi cuerpo respondía con una oleada liberadora cada vez que me arrodillaba a la manera india ante mi gurú.

   “Incluso cuando Lahiri Mahasaya estaba en silencio”, me contó el Maestro, “o cuando hablaba de temas que no eran estrictamente religiosos, me daba cuenta de que me había transmitido un conocimiento inefable”.

   Sri Yukteswar influía en mí de la misma manera. Si entraba en la ermita en un estado de ánimo de preocupación o indiferencia, mi actitud cambiaba imperceptiblemente. Una calma curativa descendía a la simple vista de mi gurú. Cada día con él era una nueva experiencia de júbilo, paz y sabiduría. Jamás encontré en él signos de engaño o de estar ebrio de codicia, emoción, ira o cualquier apego humano.

   “La oscuridad de maya se aproxima silenciosamente. Apresurémonos a regresar al hogar interior”. Al atardecer Sri Yukteswar recordaba a sus discípulos con estas palabras la necesidad del Kriya Yoga. De vez en cuando algún nuevo discípulo expresaba dudas respecto a sus méritos para dedicarse a la práctica de yoga.

   “Olvida el pasado”, le consolaba Sri Yukteswar. “Las vidas pretéritas de todos los hombres están oscurecidas por la vergüenza. La conducta humana es inestable hasta que se ancla en la Divinidad. Todo mejorará en el futuro si haces un esfuerzo espiritual ahora”.

   El Maestro tenía siempre chelas13 jóvenes en la ermita. Su educación espiritual e intelectual constituía el interés de su vida; incluso poco antes de su fallecimiento aceptó preparar a dos niños de seis años y a un joven de dieciséis. Dirigía sus mentes y sus vidas con la cuidadosa disciplina en que la palabra “disciplina” se enraíza etimológicamente. Los residentes del ashram amaban y reverenciaban a su gurú; una ligera palmada suya era suficiente para traerles con entusiasmo a su lado. Cuando su actitud era de silencio o interiorización, nadie se aventuraba a hablar; cuando su risa resonaba jovialmente, los niños le consideraban uno de los suyos.

   El Maestro casi nunca pedía a los demás que le hicieran un servicio personal, ni solía aceptar ayuda de un estudiante a menos que el ofrecimiento fuera sincero. Mi gurú lavaba tranquilamente su ropa si los discípulos pasaban por alto esta privilegiada tarea. Sri Yukteswar vestía la tradicional túnica de color ocre de swami; sus zapatos sin cordones, en consonancia con las costumbres de un yogui, eran de piel de tigre o ciervo.

   El Maestro hablaba fluidamente inglés, francés, hindi y bengalí; su sánscrito era aceptable. Instruía pacientemente a sus jóvenes discípulos a través de ciertos atajos que había inventado ingeniosamente para el estudio del inglés y el sánscrito.

   El Maestro era cuidadoso con su cuerpo, si bien le negaba atenciones innecesarias. El Infinito, señalaba, se manifiesta de forma apropiada a través de un cuerpo sano física y mentalmente. No alentaba ningún extremo. En una ocasión un discípulo inició un largo ayuno. Mi gurú simplemente se rió: “¿Por qué no echarle un hueso al perro?”.

   La salud de Sri Yukteswar era excelente; jamás le vi indispuesto14. Dejaba que los estudiantes consultaran con un doctor cuando parecía conveniente. Su intención era respetar las costumbres del mundo: “Los médicos deben seguir, en su trabajo de curación, las leyes de Dios aplicadas a la materia”. Pero ensalzaba la superioridad de la terapia mental y repetía a menudo: “La sabiduría es el mejor limpiador”.

   “El cuerpo es un amigo traicionero. Dále lo que le corresponde; no más”, decía. “El dolor y el placer son transitorios; soporta las dualidades con calma, intentando al mismo tiempo desprenderte de su control. La imaginación es la puerta por la que entran tanto la enfermedad como la salud. No creas en la realidad de la enfermedad ni siquiera cuando estés enfermo; ¡un visitante al que no se le reconoce huirá!”.

   El Maestro contaba con muchos doctores entre sus discípulos. “Quienes han descubierto las leyes físicas pueden investigar fácilmente la ciencia del alma”, les decía. “Detrás de las estructuras corporales se esconde un sutil mecanismo espiritual”15.

   Sri Yukteswar aconsejaba a sus alumnos unir en sus vidas las virtudes de Oriente y Occidente. Él mismo un ejecutivo occidental en sus costumbres, interiormente era un espiritual oriental. Alababa las costumbres progresistas, el ingenio y la higiene de Occidente y los ideales religiosos que proporcionan un halo secular a Oriente.

   La disciplina no me era desconocida: en casa mi padre era estricto, Ananta a menudo severo. Pero la preparación que proporcionaba Sri Yukteswar no puede describirse sino como drástica. Un perfeccionista, mi gurú era hipercrítico con sus discípulos, ya fuera en cuestiones importantes o en los sutiles matices del comportamiento.

“Los buenos modales carentes de sinceridad son como una bella mujer muerta”, observaba cuando se presentaba la ocasión. “La honestidad sin urbanidad es como el bisturí del cirujano, efectivo pero desagradable. La franqueza con cortesía es útil y digna de admiración”.

   Aparentemente el Maestro estaba satisfecho de mi progreso espiritual, pues casi nunca se refería a él; en otras cuestiones mis oídos no eran extraños a la reprensión. Mis principales delitos eran la distracción, abandono intermitente en la tristeza, no observancia de ciertas normas de etiqueta y esporádicamente falta de método.

“Observa lo bien organizadas y equilibradas que están las actividades de tu padre Bhagabati en todos los sentidos”, me señalaba mi gurú. Los dos discípulos de Lahiri Mahasaya se habían conocido poco después de que yo comenzara mis peregrinaciones a Serampore. Mi padre y Sri Yukteswar apreciaban y admiraban su mutua valía. Los dos se habían construído una vida espiritual interior granítica, insoluble en el tiempo.

   De los profesores ocasionales de mis primeros años había absorbido algunas lecciones erróneas. Un chela, se me había dicho, no necesita ocuparse excesivamente de los deberes del mundo; cuando abandonaba o descuidaba mis tareas no se me castigaba. La naturaleza humana encuentra tal instrucción muy fácil de asimilar. No obstante, bajo la implacable férula del Maestro pronto me recuperé del agradable engaño de la irresponsabilidad.

“Quienes son demasiado buenos para este mundo están adornando otro”, señalaba Sri Yukteswar. “Mientras respires el aire libre de la tierra estás obligado a rendir un servicio agradecido. Sólo quien ha dominado totalmente el estado sin respiración16 está libre de los imperativos cósmicos. No dejaré de hacerte saber cuándo has alcanzado la perfección final”.

   A mi gurú no se le podía sobornar jamás, ni siquiera a través del amor. No mostraba indulgencia hacia quien, como yo, se había ofrecido voluntariamente a ser su discípulo. Ya sea que el Maestro y yo estuviéramos rodeados de alumnos o extraños o estuviéramos solos, siempre hablaba con claridad y reprendía con dureza. Ni el más mínimo fallo de superficialidad o falta de coherencia escapaba a su reprimenda. Este trato aplastante era difícil de soportar, pero yo estaba resuelto a permitir a Sri Yukteswar planchar cada una de mis arrugas psicológicas. Mientras él trabajaba en esta titánica transformación me vi muchas veces bajo el peso de su martillo disciplinario.

   “Si no te gusta lo que digo, tienes libertad para irte en cualquier momento”, me aseguraba el Maestro. “No quiero nada de ti sino tu propia mejoría. Quédate sólo si sientes que te beneficia”.

   Por cada humillante golpe que asestó a mi vanidad, por cada diente que con su extraordinaria puntería arrancó de mi mandíbula metafórica, le estoy agradecido más allá de lo que pueda expresarse con palabras. El duro núcleo del egocentrismo humano es difícil de sacar si no es empleando la rudeza. Con su marcha la Divinidad encuentra al fin un canal libre. En vano trata de filtrarse por los pétreos corazones del egoísmo.

   La sabiduría de Sri Yukteswar era tan aguda que, haciendo caso omiso a los comentarios expresados en voz alta, con frecuencia respondía a una observación no formulada. “Lo que una persona imagina oír y lo que el hablante quiso decir realmente, pueden ser diametralmente opuestos”, decía. “Intenta sentir los pensamientos que están detrás de la confusa verborrea de los hombres”.

   Pero la percepción divina es penosa para los oídos mundanos; el Maestro no gozaba de popularidad entre los estudiantes superficiales. Los sabios, siempre pocos, le reverenciaban profundamente. En mi opinión Sri Yukteswar hubiera sido el gurú más solicitado de la India si no hablara de una forma tan franca y con tanta censura.

   “Soy duro con quienes vienen a prepararse”, admitió ante mí. “Es mi forma de actuar; tómalo o déjalo. Nunca transijo. Pero tú serás mucho más amable con tus discípulos; ésa es tu forma de ser. Yo trato de purificar sólo en los fuegos de la severidad, que queman por encima de lo que tolera la media. El dulce acercamiento a través del amor también es transfigurador. La inflexibilidad y los métodos flexibles son igualmente efectivos si se aplican con sabiduría. Irás a otros países, donde los asaltos directos al ego no son apreciados. Un maestro no puede expandir el mensaje de la India en Occidente sin un gran caudal de paciencia adaptativa y tolerancia”. ¡No quiero consignar la gran verdad que más tarde encontré en las palabras del Maestro!

   Si bien la sincera forma de hablar de Sri Yukteswar impidió que tuviera un gran número de seguidores mientras vivió, su espíritu se manifiesta hoy vivo en todo el mundo, a través de los alumnos que practican su Kriya Yoga y otras enseñanzas. Sus dominios en las almas son más extensos que los que ni siquiera Alejandro soñó tener en la tierra.

   Un día mi padre fue a presentar sus respetos a Sri Yukteswar. Sin duda esperaba oír algunas palabras de elogio sobre mí. Quedó horrorizado al recibir un largo informe sobre mis imperfecciones. El Maestro tenía por costumbre contar los defectos más insignificantes con un aire de solemne gravedad. Mi padre vino a verme en seguida. “¡Teniendo en cuenta las observaciones de tu gurú creí que te encontraría hecho una completa ruina!”. Mi padre se hallaba entre la risa y las lágrimas.

   Indignado fui a buscar rápidamente a mi gurú. Me recibió con la mirada baja, como si fuera consciente de su culpa. Fue la única vez que vi al león divino sumiso ante mí. El momento único fue saboreado al máximo.

   “Señor, ¿por qué me juzgó tan despiadadamente ante mi atónito padre? ¿Fue justo?”.

   “No volveré a hacerlo”. El tono del Maestro era de disculpa.

   Me desarmó instantáneamente. ¡Con qué prontitud admitió el gran hombre su error! Aunque no volvió a alterar la paz mental de mi padre, el Maestro continuó diseccionándome implacablemente donde y cuando quiso.

   Con frecuencia los discípulos nuevos se unían a Sri Yukteswar en su exhaustiva crítica a los demás. ¡Sabios como el gurú! ¡Modelos de discernimiento intachable! Pero quien toma la ofensiva no debe estar indefenso. Los mismos estudiantes criticones se daban rápidamente a la fuga tan pronto como el Maestro disparaba públicamente en su dirección algunas saetas de su analítico carcaj.

   “La tierna debilidad interior, que se revuelve ante el más leve toque de censura, es como las partes enfermas del cuerpo, que retroceden incluso ante el trato más delicado”. Éste era el divertido comentario de Sri Yukteswar con respecto a los poco serios.

   Hay discípulos que buscan un gurú hecho a su imagen. Tales alumnos se quejaban con frecuencia de no entender a Sri Yukteswar.

   “¡Tampoco comprendes a Dios!”, contesté yo en una ocasión. “Cuando un santo te resulte claro, serás un santo”. Entre los trillones de misterios que respiran cada segundo el aire inexplicable, ¿quién se aventurará a pedir que la naturaleza incomprensible de un maestro sea captada instantáneamente?

   Llegaban estudiantes y generalmente se iban. Quienes ansiaban un sendero de armonía empalagosa y reconocimiento cómodo, no lo encontraban en la ermita. El Maestro ofrecía refugio y guía para siempre, pero muchos pedían también mezquino bálsamo para el ego. Se marchaban prefiriendo las innumerables humillaciones de la vida a la humildad. Los resplandecientes rayos, la abierta y penetrante luz del sol de la sabiduría, eran demasiado poderosos para su enfermedad espiritual. Buscaban maestros menores que, dándoles sombra con sus halagos, permitieran el sueño intermitente de la ignorancia.

   Durante mis primeros meses con el Maestro sentía un sensible miedo a sus amonestaciones. Pronto vi que éstas se reservaban para los discípulos que habían pedido su vivisección verbal. Si algún estudiante avergonzado protestaba, Sri Yukteswar se volvía inofensivamente silencioso. Su tono jamás era iracundo, sino el de la sabiduría impersonal.

   La percepción del Maestro no estaba destinada a los oídos no preparados de los visitantes casuales; casi nunca señalaba sus defectos, aunque fueran llamativos. Pero hacia los estudiantes que le pedían consejo, Sri Yukteswar sentía una seria responsabilidad. ¡Valiente es en verdad el gurú que emprende la tarea de transformar la burda mena de la humanidad impregnada de ego! El valor de un santo está arraigado en su compasión hacia quienes, en su ceguera, caminan tropezando por este mundo.

   Cuando abandoné mi recelo subyacente, observé una marcada disminución en las reprimendas. De forma discreta, el Maestro las transformó en lo que, en comparación, era benignidad. Con el tiempo derribé cualquier muro de racionalismo y reserva subconsciente tras de los cuales se protege generalmente la personalidad humana17. La recompensa fue una armonía natural con mi gurú. Descubrí que era confiado, considerado y amaba en silencio. Poco expresivo, sin embargo, no prodigaba palabras de afecto.

   Mi temperamento es fundamentalmente devocional. Al principio era desconcertante ver que mi gurú, saturado de jnana pero aparentemente seco para bhakti 18, se expresaba sólo en términos de frías matemáticas espirituales. Pero cuando me sintonicé con su naturaleza, descubrí, no una disminución, sino un incremento de mi acercamiento devocional a Dios. Un maestro autorrealizado es absolutamente capaz de guiar a sus distintos discípulos en la línea natural de sus inclinaciones esenciales.

   Mi relación con Sri Yukteswar, de algún modo inarticulada, poseía sin embargo gran elocuencia. Con frecuencia descubría su silenciosa firma en mis pensamientos, volviendo inútiles las palabras. Sentado tranquilamente a su lado, sentía su prodigalidad derramándose sobre mi ser.

   La justicia imparcial de Sri Yukteswar se puso claramente de manifiesto durante las vacaciones de verano de mi primer año en el instituto. Recibí con alegría la oportunidad de pasar varios meses ininterrumpidos en Serampore con mi gurú.

“Puedes encargarte de la ermita”. Mi Maestro estaba contento de mi entusiasta llegada. “Tus deberes serán la recepción de huéspedes y la supervisión del trabajo de los demás discípulos”.

   Kumar, un joven aldeano del Este de Bengala, fue aceptado dos semanas después para su preparación en la ermita. Extraordinariamente inteligente, se ganó rápidamente el afecto de Sri Yukteswar. Por alguna razón incomprensible, el Maestro era muy indulgente con el nuevo interno.

   “Mukunda, deja que Kumar asuma tus tareas. Emplea tu tiempo en barrer y cocinar”. El Maestro dio estas instrucciones cuando el nuevo chico llevaba con nosotros un mes.

   Ensalzado al liderazgo, Kumar ejerció una mezquina tiranía en la casa. Silenciosamente amotinados, los demás discípulos continuaron buscándome para los consejos cotidianos.

   “¡Mukunda es imposible! Usted me ha hecho el supervisor, pero los otros acuden a él y le obedecen”. Tres semanas después Kumar fue a quejarse a nuestro gurú. Le oí desde una habitación contigua.

   “Ésa es la razón por la que le asigné a él la cocina y a ti el salón”. El tono hiriente de Sri Yukteswar era nuevo para Kumar. “Así has comprendido que un líder digno debe desear servir y no dominar. Tú querías el puesto de Mukunda, pero no pudiste mantenerlo gracias a tus méritos. Vuelve a tu anterior trabajo de ayudante de cocina”.

   Después de este incidente humillante, el Maestro volvió a adoptar hacia Kumar la anterior actitud de benevolencia. ¿Quién puede desentrañar los misterios de la atracción? Nuestro gurú descubrió en Kumar una fuente preciosa que no manaba para sus condiscípulos. Aunque el nuevo chico era claramente el favorito de Sri Yukteswar, no me sentí abatido. Las rarezas personales, que tienen incluso los maestros, prestan una rica complejidad a las pautas de la vida. Mi naturaleza pocas veces queda atrapada en los detalles; yo buscaba en Sri Yukteswar un beneficio más inaccesible que los elogios externos.

   Un día Kumar me habló con malevolencia sin razón; yo estaba profundamente herido.

   “¡Tu cabeza está hinchándose hasta tal punto que va a estallar!”. Añadí una advertencia cuya verdad sentía intuitivamente: “Como no mejores de actitud algún día se te pedirá que dejes este ashram”.

   Riéndose sarcásticamente, Kumar repitió mi comentario a nuestro gurú, que acababa de entrar en la habitación. Esperando ser reprendido sin duda alguna, me retiré mansamente a un rincón.

   “Quizá Mukunda tenga razón”. La respuesta del Maestro al muchacho se acompañó de una inusual frialdad. Escapé sin reprobación.

   Un año más tarde, Kumar se marchó para visitar su hogar de la niñez. Hizo caso omiso a la callada desaprobación de Sri Yukteswar, que nunca ejercía un control autoritario sobre los movimientos de sus discípulos. Cuando el chico regresó a Serampore algunos meses después, era aparente un cambio desagradable. El majestuoso Kumar de rostro serenamente efusivo había desaparecido. Sólo un aldeano mediocre se presentó ante nosotros, uno que últimamente había adquirido ciertos malos hábitos.

   El Maestro me llamó y destrozado habló de que ahora el chico era inadecuado para la vida monástica de la ermita.

   “Mukunda, dejaré que seas tú quien haga saber a Kumar que abandone el ashram mañana; ¡yo no puedo!”. Las lágrimas afloraban a los ojos de Sri Yukteswar, pero se controló rápidamente. “El chico nunca habría caído tan bajo si me hubiera escuchado y no se hubiera ido para mezclarse con indeseables. Ha rechazado mi protección; el cruel mundo tiene que ser todavía su gurú”.

   La marcha de Kumar no me produjo regocijo; me preguntaba tristemente cómo alguien con poder para ganar el amor de un maestro podía responder a encantos más ordinarios. Los goces del vino y el sexo están arraigados en el hombre natural y no requieren una percepción refinada para ser apreciados. Las tretas sensuales son comparables a la adelfa de hoja perenne, fragante con su flores multicolores: las distintas partes de la planta son venenosas. El terreno de la curación reside en el interior, resplandeciente de esa felicidad que se busca ciegamente en miles de direcciones erróneas19.

   “El rey inteligencia tiene doble filo”, observó en una ocasión el Maestro refiriéndose a la mente brillante de Kumar. “Puede utilizarse, como una navaja, para construir o para destruir; para cortar el furúnculo de la ignorancia o para decapitarse a sí mismo. La inteligencia sólo es guiada correctamente una vez que la mente tiene conocimiento de la ineludible ley espiritual”.

   Mi gurú frecuentaba libremente a hombres y mujeres discípulos, tratándolos a todos como a sus hijos. Percibiendo la cualidad de sus almas, no hacía distinción ni mostraba parcialidad.

   “Mientras duermes no sabes si eres hombre o mujer”, decía. “Así como un hombre, imitando a una mujer, no se convierte en mujer, así el alma, imitando tanto al hombre como a la mujer, no tiene sexo. El alma es la imagen pura, inalterable, de Dios”.

   Sri Yukteswar jamás evitó o culpó a las mujeres como objeto de seducción. También los hombres, decía, eran una tentación para las mujeres. En una ocasión le pregunté a mi gurú por qué un gran santo de la antigüedad había llamado a las mujeres “la puerta del infierno”.

   “Una muchacha debió crear muchos conflictos a su paz mental en sus primeros años”, respondió cáusticamente mi gurú. “De otro modo hubiera censurado, no a la mujer, sino a alguna imperfección en su propio autocontrol”.

   Si un visitante se atrevía a contar una historia provocativa en la ermita, el Maestro mantenía un frío silencio. “No os permitáis a vosotros mismos ser azotados por el látigo de un bello rostro”, decía a los discípulos. “¿Cómo pueden disfrutar del mundo los esclavos de los sentidos? Sus sabores sutiles se les escapan mientras se arrastran por el lodo primario. Todo discernimiento sutil se pierde para el hombre de anhelos elementales”.

   Los estudiantes que trataban de huir del engaño dualístico de maya recibían de Sri Yukteswar consejo paciente y comprensivo.

   “Así como el objetivo de comer es satisfacer el hambre, no la gula, así el instinto sexual está diseñado para la propagación de las especies de acuerdo con la ley natural, nunca para provocar anhelos insaciables”, decía. “Destruye ahora los deseos erróneos; de otra forma te seguirán después de que el cuerpo astral rasgue su carcasa física. Aunque la carne sea débil, la mente debe resistir constantemente. Si la tentación te asalta con fuerza cruel, supérala con el análisis impersonal y una voluntad indomable. Toda pasión natural debe ser dominada.

   “Conserva tu energía. Se como el vasto océano, absorbiendo interiormente los ríos tributarios de los sentidos. Los pequeños anhelos son brechas en el embalse de tu paz interior, que permiten que las aguas de la salud se desperdicien por el estéril suelo del materialismo. El fuerte y activo impulso de los deseos erróneos es el mayor enemigo de la felicidad humana. Ronda por el mundo como un león del autocontrol; verás cómo las ranas de la debilidad no te tratan a patadas”.

   Finalmente el devoto es liberado de toda coacción de los instintos. Transforma su necesidad de afecto humano en aspiración sólo por Dios, un amor único porque es omnipresente.

   La madre de Sri Yukteswar vivía en el distrito Rana Mahal de Benarés, donde visité por primera vez a mi gurú. Cariñosa y cortés, era sin embargo una mujer de opiniones muy firmes. En una ocasión estuve en la terraza de su casa observando una conversación entre madre e hijo. El Maestro estaba intentando, a su modo tranquilo y delicado, convencerla de algo. Al parecer no tenía éxito, pues ella negaba vigorosamente con la cabeza.

“¡No, no, hijo mío, ahora vete! ¡Tus sabias palabras no son para mí! ¡Yo no soy tu discípula!”.

   Sri Yukteswar retrocedió sin más discusión, como un niño a quien han reprendido. Me conmovió su gran respeto hacia su madre, incluso ante el comportamiento poco razonable de ésta. Ella le veía únicamente como a su chiquillo, no como a un sabio. En este incidente trivial había encanto; proporcionaba un detalle de la naturaleza excepcional de mi gurú, interiormente humilde y exteriormente relajada.

   Las reglas monásticas no permiten a un swami mantener relación con los lazos mundanos tras su ruptura formal. No pueden celebrar las ceremonias rituales familiares que son obligatorias para una persona de familia. No obstante, Shankara, el antiguo fundador de la Orden de los Swamis, desatendió el mandamiento. Al morir su amada madre, cremó su cuerpo con fuego celestial, que hizo brotar de su mano levantada.

   Sri Yukteswar también hizo caso omiso de las restricciones, de una forma menos espectacular. Cuando su madre murió, organizó los servicios crematorios junto al sagrado Ganges en Benarés y, de acuerdo con una antigua costumbre, dio de comer a muchos Brahmines.

   Las prohibiciones shástricas tienen como finalidad ayudar a los swamis a superar identificaciones estrechas. Shankara y Sri Yukteswar habían fundido su ser en el Espíritu Impersonal; no necesitaban ser salvados gracias a la regla. También, en ocasiones, un maestro ignora a propósito un canon para defender su principio como superior e independiente de la forma. Así Jesús arrancó espigas en el día de descanso. A sus inevitables críticos les dijo: “El sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”20.

   A parte de las escrituras, raras veces un libro fue honrado con el examen de Sri Yukteswar. No obstante, siempre estaba al corriente de los últimos descubrimientos científicos y otros avances del conocimiento. Conversador brillante, disfrutaba intercambiando con sus invitados puntos de vista sobre innumerables temas. La aguda inteligencia y la alegre risa de mi gurú animaban cualquier discusión. A menudo grave, el Maestro nunca estaba sombrío. “Para buscar a Dios no es necesario desfigurar el rostro”, señalaba. “Recuerda que encontrar a Dios significará el funeral de todas las penas”.

   Entre los filósofos, profesores de universidad, abogados y científicos que venían a la ermita, muchos llegaban para su primera visita suponiendo que iban a encontrarse con un religioso ortodoxo. De vez en cuando una sonrisa desdeñosa o una mirada de tolerancia divertida dejaban ver que los recién llegados no esperaban oír más que algunos tópicos piadosos. Pero su marcha a regañadientes ponía claramente de manifiesto que Sri Yukteswar había demostrado poseer una visión precisa en los campos de su especialidad.

   Normalmente mi gurú era afable y cortés con los invitados; les daba la bienvenida con encantadora cordialidad. No obstante los egocéntricos inveterados con frecuencia sufrían una fuerte impresión. En el Maestro encontraban o una glacial indiferencia o una formidable oposición: ¡hielo o hierro!

   En una ocasión un conocido químico se las vió con Sri Yukteswar. El visitante no admitía la existencia de Dios, ya que la ciencia no ha encontrado forma de detectarlo.

“¡Así pues, inexplicablemente, no ha conseguido usted aislar el Poder Supremo en sus tubos de ensayo!”. La mirada del Maestro era dura, “Le aconsejo que haga un experimento sin precedentes. Examine sus pensamientos ininterrumpidamente durante veinticuatro horas. No volverá a sorprenderse de la ausencia de Dios”.

   Un célebre pundit recibió un susto similar. Con ostentoso entusiasmo, el erudito sacudió los techos del asrham con sabiduría tomada de las escrituras. Sonoros pasajes salidos del Mahabharata, los Upanishads 21, los bhasyas22 de Shankara.

   “Estoy esperando oírle”. El tono de Sri Yukteswar era inquisitivo, como si hubiera reinado un silencio absoluto. El pundit estaba desconcertado.

   “Ha habido citas en sobreabundancia”. Las palabras del Maestro me hicieron vibrar de alegría en el rincón en que estaba sentado, a respetuosa distancia del visitante. Pero ¿qué comentarios originales, tomados de sus vivencias personales, puede usted aportar? ¿Qué texto sagrado ha absorbido y hecho suyo? ¿En qué sentido han renovado estas verdades eternas su naturaleza? ¿Se contenta usted con ser una victrola23 que repite mecánicamente las palabras de otros?”.

   “¡Me rindo!”. La desazón del erudito era cómica. “No poseo realización interior”.

   Quizá comprendió por primera vez que la colocación experta de una coma no afecta a una coma espiritual.

   “Estos pedantes exangües huelen excesivamente a lámpara”, comentó mi gurú cuando se marchó el escarmentado. “Prefieren filosofar a ser un discreto intelectual en ejercicio. Sus elevados pensamientos están cuidadosamente desligados tanto de la crudeza de la acción externa como del azote de la disciplina interior!”.

   El Maestro subrayó en otras ocasiones la futilidad del simple aprendizaje de libros.

   “No confundáis la comprensión con la amplitud de vocabulario”, señalaba. “Los escritos sagrados son beneficiosos porque estimulan el deseo de realización interior si se asimilan despacio, estrofa a estrofa. El continuo estudio intelectual termina en vanidad y falsa satisfacción de un conocimiento indigesto”.

   Sri Yukteswar contaba una de sus experiencias personales en enseñanza de las escrituras. El escenario fue una ermita en el bosque, en Bengala oriental, donde pudo observar los métodos de un célebre profesor, Dabru Ballav. Su sistema, a la vez simple y difícil, era corriente en la India antigua.

   Dabru Ballav había reunido a los discípulos a su alrededor en las soledades silvestres. Ante ellos estaba abierto el sagrado Bhagavad Gita. Estuvieron estudiando atentamente un pasaje durante media hora, después cerraron los ojos. Pasó otra media hora. El maestro hizo un breve comentario. Sin moverse, volvieron a meditar durante una hora. Finalmente habló el gurú.

   “¿Han entendido ustedes?”.

   “Sí, señor”. Uno del grupo aventuró esta afirmación.

   “No; no completamente. Busquen la vitalidad espiritual que ha dado a estas palabras el poder de rejuvenecer la India siglo tras siglo”. Transcurrió otra hora en silencio. El maestro despidió a los alumnos y se volvió hacia Sri Yukteswar.

   “¿Conoce usted el Bhagavad Gita?”.

   “No, señor, realmente no; aunque mis ojos y mi mente han recorrido sus páginas muchas veces”.

   “¡Miles de personas me han contestado de forma distinta!”. El gran sabio sonrió al Maestro bendiciéndole. “Si uno se afana en la exhibición externa de las riquezas escriturales, ¿qué tiempo deja para la inmersión silenciosa e interna en pos de las perlas de inestimable valor?”.

   Sri Yukteswar dirigió el estudio de sus propios discípulos por el mismo intensivo método de enfoque interior. “La sabiduría no se asimila con los ojos, sino con los átomos”, decía. “Cuando tu convicción sobre una verdad no está simplemente en tu cerebro sino en tu ser, puedes responder tímidamente de su significado”. Se oponía a toda tendencia que los estudiantes pudieran tener al análisis libresco como paso necesario para la realización espiritual.

   “Los rishis escribieron en una frase profundidades que ocupan a los comentaristas eruditos durante generaciones”, comentaba. “Las inacabables controversias literarias son para las mentes haraganas. ¿Qué pensamiento más liberador que ‘Dios es’, o mejor, ‘Dios’?”.

   Pero el hombre no regresa fácilmente a la simplicidad. Para él raramente existe ‘Dios’ sino las doctas pomposidades. Su ego se siente satisfecho de comprender tal erudición.

   Los hombres que estaban orgullosos de su alta posición social, en presencia del Maestro tenían que añadir la humildad a sus demás posesiones. En una ocasión un magistrado local llegó a la ermita junto al mar, en Puri, para una entrevista. El hombre, que tenía fama de cruel, estaba en situación de echarnos del ashram. Advertí a mi gurú sobre la despótica posibilidad. Pero éste se sentó con aire inflexible y no se levantó para recibir al visitante. Un poco nervioso, me senté cerca de la puerta. El hombre tuvo que contentarse con una caja de madera; mi gurú no me pidió que trajera una silla. No se produjo lo que obviamente esperaba el magistrado, que su importancia se reconociera ceremoniosamente.

   Siguió una discusión metafísica. El invitado cometió graves errores de malinterpretación de las escrituras. A medida que su exactitud se hundía, su cólera se elevaba.

   “¿Sabe usted que fui el número uno en los exámenes de M.A.?”. El razonamiento le había abandonado, pero todavía podía gritar.

   “Señor magistrado, olvida usted que esto no es la sala del tribunal”, respondió el Maestro sin alterarse. “De su infantil observación deduzco que su carrera universitaria fue corriente. En cualquier caso, un título universitario no se relaciona ni remotamente con la realización védica. Los santos no se fabrican en lotes semestrales, como los contables”.

   Tras quedar en silencio, anonadado, el visitante se rió a carcajadas.

   “Éste es mi primer encuentro con un magistrado celestial”, dijo. Más tarde hizo la petición formal, redactada en los términos legales que evidentemente formaban parte integrante de su ser, de ser aceptado como discípulo “a prueba”.

   Mi gurú se encargaba personalmente de los detalles relacionados con la gestión de su propiedad. En varias ocasiones, personas sin escrúpulos intentaron conseguir el terreno que era posesión ancestral del Maestro. Con determinación e incluso promoviendo causas judiciales, Sri Yukteswar burló a todos sus oponentes. Sufrió estas penosas experiencias por el deseo de no ser jamás un gurú mendicante o un peso para sus discípulos.

   Su independencia económica era una de las razones por las que en mi alarmantemente franco Maestro no había rastro de astucia diplomática. A diferencia de esos profesores que tienen que adular a quienes les mantienen, mi gurú era impermeable a la influencia, abierta o sutil, de la riqueza de los demás. Jamás le oí pedir, ni siquiera indirectamente, dinero bajo ningún concepto. La preparación en su ermita se daba gratis y libremente a todos los discípulos.

   Un día llegó al ashram de Serampore un insolente ayudante del tribunal de justicia para entregar a Sri Yukteswar una citación judicial. Un discípulo llamado Kanai y yo mismo estábamos presentes. La actitud del funcionario hacia el Maestro era ofensiva.

   “Será muy beneficioso para usted dejar las sombras de su ermita y respirar el honrado aire de la sala del tribunal”. El ayudante sonreía con desprecio. No pude contenerme.

   “¡Otra imprudente palabra más y acabará usted en el suelo!”. Me adelanté con aire amenazador.

   “¡Miserable!”. El grito de Kanai fue simultáneo al mío. “¿Cómo se atreve a traer sus blasfemias a este sagrado ashram?”.

   Pero el Maestro se colocó delante del culpable protegiéndole. “No os exaltéis sin motivo. Este hombre está cumpliendo con su obligación”.

   El funcionario, aturdido por la diversa acogida, ofreció respetuosamente sus disculpas y salió corriendo.

   Era sorprendente que un maestro de voluntad tan fuerte pudiera ser interiormente tan calmado. Encajaba en la definición védica de un hombre de Dios: “Más delicado que las flores cuando se trata de amabilidad; más fuerte que el trueno cuando están en juego los principios”.

   En este mundo siempre existen personas que, en palabras de Browing, “no resisten la luz, siendo ellas mismas oscuras”. De vez en cuando algún desconocido hacía reproches a Sri Yukteswar sobre una queja imaginaria. Mi imperturbable gurú escuchaba cortésmente, analizándose para ver si había alguna pizca de verdad en la denuncia. Estas escenas traían a mi mente uno de los inimitables comentarios del Maestro; “¡Algunas personas intentan sobresalir cortando las cabezas de los demás!”.

   La inagotable serenidad de un santo impresiona más que cualquier sermón. “Quien es lento para la ira supera a los poderosos; y quien gobierna su espíritu al conquistador de ciudades”24.

   Con frecuencia pensaba que mi majestuoso Maestro podía haber sido fácilmente un emperador o un portentoso guerrero si su mente se hubiera concentrado en la fama o los logros mundanos. Por el contrario había elegido tomar por asalto a los ciudadanos interiores de la furia y el egoísmo, cuya caída mide la estatura del ser humano.

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1 “Culto a Durga”. Ésta es la fiesta principal del año bengalí y dura nueve días al final de Septiembre. Le sigue inmediatamente la festividad de diez días de Dashahara (“El que quita diez pecados”, tres del cuerpo, tres de la mente y cuatro del habla). Ambas pujas están dedicadas a Durga, literalmente “La Inaccesible”, un aspecto de la Madre Divina, Shakti, la fuerza creativa femenina personificada. Volver

2 Sri Yukteswar nació el 10 de Mayo de 1855. Volver

3 Yukteswar significa “unido con Dios”. Giri es una distinción clasificatoria de una de las diez antiguas ramas de los swamis. Sri significa “sagrado”; no es un nombre sino un título de respeto. Volver

4 Literalmente, “dirigir juntos”. Samadhi es un estado de éxtasis superconsciente durante el cual el yogui percibe la identidad entre el alma y el Espíritu. Volver

5 Roncar, según los fisiólogos, es un signo de relajación perfecta (para el practicante inconsciente, solamente). Volver

6 Dhal es una sopa espesa hecha con guisantes partidos u otras legumbres. Channa es un queso de leche fresca cuajada, cortado en cuadrados y preparado con curry y patatas. Volver

7 Los poderes omnipresentes de un yogui, mediante los cuales ve, oye, gusta, huele y siente su unidad con la creación sin el uso de los órganos sensoriales, han sido descritos como sigue en el Taittiriya aranyaka: “El hombre ciego perfora la perla; quien no tiene dedos pasa por ella un hilo; el que carece de cuello la lleva; y quien no tiene lengua la alaba”. Volver

8 La cobra ataca con rapidez a cualquier objeto que se mueva en su radio. Generalmente la total inmovilidad es la única esperanza de salvarse. Volver

9 Lahiri Mahasaya dijo realmente “Priya” (nombre de pila), no “Yukteswar” (nombre monástico que mi gurú no recibió en vida de Lahiri Mahasaya), (Ver pág.+) se ha sustituido por “Yukteswar”, y también en algunos otros lugares de este libro, para evitar al lector la confusión de los dos nombres. Volver

10 “Por eso os digo, todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y se os concederá”. Marcos 11:24. Los maestros que poseen la Visión Divina son capaces de transferir su comprensión a los discípulos avanzados, tal como hizo Lahiri Mahasaya con Sri Yukteswar en esta ocasión. Volver

11 “Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Y Jesús respondió y dijo, ¡Dejadlo! ¡Basta ya! Y tocándole la oreja, le curó”. Lucas 22:50-51. Volver

12 “No deis lo sagrado a los perros, ni arrojéis perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con las patas y luego se revuelvan y os despedacen a mordiscos”. Mateo 7:6. Volver

13 Discípulos; de la raíz verbal sánscrita “servir”. Volver

14 En una ocasión estuvo enfermo en Cachemira, cuando yo no estaba con él. (ver página +). Volver

15 Un valiente médico, Charles Robert Richet, ganador del Premio Nobel de Fisiología, escribió lo siguiente: “La metafísica todavía no es oficialmente una ciencia, reconocida como tal. Pero llegará a serlo… En Edinburgh, pude afirmar ante 100 fisiólogos que nuestros cinco sentidos no son nuestro único medio de conocimiento y que a veces un fragmento de realidad llega a la inteligencia por otros caminos… Que un hecho sea raro no es razón para que no exista. ¿El hecho de que un estudio sea difícil es razón para no entenderlo?… Quienes han clamado contra la metafísica como ciencia oculta se avergonzarán de sí mismos como lo hicieron quienes clamaron contra la química porque perseguir la piedra filosofal era una ilusión… Por lo que se refiere a principios sólo existen los de Lavoisier, Claude Bernard y Pasteur, lo experimental siempre y en todas partes. Demos, pues, la bienvenida a la nueva ciencia que cambiará la orientación del pensamiento humano. Volver

16 Samadhi; unión perfecta del alma individualizada con el Espíritu Infinito. Volver

17 El razonamiento mental guiado subconscientemente es totalmente distinto de la guía infalible de la verdad que procede del superconsciente. Encabezados por los científicos franceses de la Sorbona, los pensadores occidentales están empezando a investigar las posibilidades de percepción divina en el hombre.

“Durante los últimos veinte años, los estudiantes de Psicología, influidos por Freud, dedicaron todo su tiempo a examinar los reinos subconscientes”, señaló Rabbi Israel H. Levinthal en 1929. “Es verdad que el subconsciente revela muchos de los misterios que pueden explicar los acciones humanas, pero no todas. Puede explicar lo anormal, pero no los hechos que están por encima de lo normal. La Psicología más reciente, con los auspicios de las escuelas francesas, ha descubierto un nuevo territorio en el hombre, que llamamos el superconsciente. En contraste con el subconsciente, que representa las corrientes sumergidas de nuestra naturaleza, revela las alturas a las que nuestra naturaleza puede llegar. El hombre presenta una triple, no una doble, personalidad; nuestro ser consciente y subconsciente está coronado por la superconsciencia. Hace muchos años el psicólogo inglés F. W. H. Myers, sugirió que ‘oculto en la profundidad de nuestro ser existe tanto un montón de basura como un tesoro’. A diferencia de la Psicología, que centra todas sus investigaciones en la naturaleza subconsciente del hombre, esta nueva Psicología del superconsciente enfoca su atención en el tesoro, la única región que puede explicar las grandes, generosas, heroicas acciones humanas”. Volver

18 Jnana, sabiduría y bhakti devoción: dos de los principales senderos hacia Dios. Volver

19 “El hombre en el estado de vigilia hace innumerables esfuerzos por experimentar placeres sensuales; cuando todos los órganos sensoriales están cansados, olvida incluso los placeres cercanos y se va a dormir para disfrutar del descanso en el alma, su auténtica naturaleza”, escribió Shankara, el gran vedantista. “El gozo ultra sensual es así extremadamente fácil de alcanzar y es muy superior a los placeres de los sentidos, que terminan siempre en desagrado”. Volver

20 Marcos 2:27. Volver

21 Los Upanishads o Vedanta (literalmente “fin de los Vedas”) se encuentran en determinadas partes de los Vedas como resúmenes esenciales. Los Upanishads proporcionan las bases doctrinales de la religión hindú. Recibieron el siguiente tributo de Schopenhauer: “¡Cómo respiran los Upanishads de principio a fin el sagrado espíritu de los Vedas! ¡Cómo es conmovido por ese espíritu, hasta las profundidades de su alma, quien se ha familiarizado con este libro incomparable! De cada frase surgen profundos, originales y sublimes pensamientos y el conjunto está impregnado de un espíritu elevado, sagrado y ferviente… El acceso a los Vedas a través de los Upanishads es a mis ojos el mayor privilegio que este siglo puede reclamar ante los siglos anteriores”. Volver

22 Comentarios. Shankara explicó de forma incomparable los Upanishads. Volver

23 Fonógrafo acústico (Nota del editor). Volver

24 Proverbios 16:32. Volver

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