Capítulo 10

Encuentro a mi Maestro, Sri Yukteswar

   “La fe en Dios puede producir cualquier milagro excepto uno, aprobar un examen sin estudiar”. Cerré con desagrado el libro que había cogido en un momento de ocio.

   “La excepción del escritor muestra su total falta de fe”, pensé. “¡Pobre hombre, tiene un gran respeto a quemarse las pestañas!”.

   Había prometido a mi padre que terminaría mis estudios secundarios. No pretendo hacerme pasar por un estudiante diligente. Los últimos meses me habían encontrado con menos frecuencia en el aula que en los apartados lugares de baño, ghats, de Calcuta. Los terrenos crematorios colindantes, especialmente espeluznantes por la noche, son considerados por el yogui sumamente atractivos. Quien ha encontrado la Esencia Inmortal, no puede sentir consternación ante unas simples calaveras. La debilidad humana queda clara en la lúgubre morada de una miscelánea de huesos. Así pues mis vigilias nocturnas eran de una naturaleza bastante distinta de las de un estudiante.

   La semana de exámenes finales en la Escuela Secundaria Hindú se acercaba rápidamente. Este periodo de interrogatorios, como los lugares sepulcrales, inspira un bien conocido terror. No obstante mi mente estaba en paz. Desafiando a los sarcófagos, había exhumado una sabiduría que no se encuentra en las conferencias de los paraninfos. Pero carecía del arte de Swami Pranabananda, que aparecía con tanta facilidad en dos sitios a la vez. Mi dilema docente era claramente una cuestión a resolver por el Ingenio Infinito. Así razonaba, aunque a muchos mi razonamiento les parecerá ilógico. La irracionalidad del devoto surge de miles de demostraciones inexplicables de la asistencia de Dios en los momentos de dificultad.

   “¡Hola Mukunda! ¡Apenas te he visto estos días!”. Un compañero de clase me abordó en Gurpar Road una tarde.

   “¡Hola Nantu! Mi invisibilidad en la escuela me ha puesto en una situación decididamente embarazosa”. Me desahogué ante su amistosa mirada.

   Nantu, que era un estudiante brillante, se rió a carcajadas. Mi aprieto no carecía de un aspecto cómico.

   “¡No estás preparado en absoluto para los exámenes finales! ¡Supongo que será cosa mía ayudarte!”.

   Estas simples palabras comunicaron promesas divinas a mis oídos; visité con presteza la casa de mi amigo. Él me explicó por encima las soluciones de los distintos problemas que consideraba serían planteados por los profesores.

   “Estas preguntas son el cebo con que harán caer a muchos chicos confiados en la trampa. Recuerda mis respuestas y escaparás ileso”.

   La noche estaba muy avanzada cuando me marché. Reventando de erudición sin madurar, recé con devoción para que se mantuviera conmigo durante los siguientes críticos días. Nantu me había preparado en diversas asignaturas, pero, acuciado por el tiempo, había olvidado el sánscrito. Fervientemente le recordé a Dios el descuido.

   A la mañana siguiente salí a dar un pequeño paseo, adaptando mis nuevos conocimientos al ritmo de mis pasos. Al tomar un atajo que atravesaba un solar invadido de malas hierbas, mi mirada cayó sobre unas hojas sueltas impresas. Un salto triunfante demostró que se trataba de versos sánscritos. Busqué a un pundit para que me ayudara con mi insegura interpretación. Su c álida voz llenó el aire con la belleza melosa, sin aristas, de la antigua lengua1.

   “Posiblemente estos excepcionales versos no le serán de ayuda en su examen de sánscrito”. Concluyó escépticamente el erudito.

   Pero la familiaridad con aquel poema concreto me permitió pasar al día siguiente el examen de sánscrito. Gracias a la experta ayuda de Nantu, también conseguí la calificación mínima para salir con éxito en las demás asignaturas.

   Mi padre estaba satisfecho de que hubiera mantenido mi palabra y finalizado el curso en la escuela secundaria. Mi gratitud se apresuró a dirigirse a Dios, cuya sola guía percibía en mi visita a Nantu y mi paseo por la inhabitual ruta del solar lleno de escombros. Juguetonamente había dado una doble expresión a Su oportuno plan de rescate.

   Me topé con aquel libro que había descartado porque su autor negaba la primacía de Dios en las aulas de examen. No puede contener la risa ante mi propio comentario silencioso:

“¡Sólo aumentaría la confusión de este individuo si le contara que la meditación divina entre cadáveres es un atajo para conseguir un diploma en la escuela secundaria!”.

   Con mi nuevo grado ya podía proyectar abiertamente el abandono del hogar. Junto con un joven amigo, Jitendra Mazumdar2, decidí ingresar en la ermita Mahamandal de Benarés y recibir su disciplina espiritual. Una mañana me embargó el desconsuelo al pensar en separarme de mi familia. Desde la muerte de mi madre me había encariñado especialmente con mis dos hermanos pequeños, Sananda y Bishnu. Subí corriendo a mi retiro, el pequeño ático testigo de tantas escenas de mi turbulenta sadhana3. Después de dos horas inundado en lágrimas me sentí totalmente transformado, como si hubiera sido lavado con un detergente de alquimia. Todos los apegos4 desaparecieron; mi resolución de buscar a Dios como el Amigo de los amigos se impuso granítica en mi interior. Terminé rápidamente los preparativos del viaje.

   “Te hago una última súplica”. Mi padre se sentía angustiado cuando me presenté ante él para la bendición final. “No nos abandones ni a mí ni a tus afligidos hermanos y hermanas”.

“Reverendo padre, ¡cómo podría expresarte mi amor por ti! Pero todavía mayor es mi amor por el Padre Celestial, que me ha hecho el regalo de un padre perfecto en la tierra. Deja que me vaya para que un día vuelva con una mayor comprensión divina”.

   Con el consentimiento paterno dado a regañadientes, salí para encontrarme con Jitendra, ya en Benarés, en la ermita. Al llegar, el joven swami director, Dyananda, me recibió cordialmente. Alto y delgado, de aire pensativo, me impresionó favorablemente. Su hermoso rostro tenía la serenidad de Buda.

   Me gustó que mi nuevo hogar tuviera un ático, donde me las arreglé para pasar las horas del amanecer y la mañana. Los miembros del ashram, conociendo poco las prácticas de meditación, pensaban que debía emplear todo mi tiempo en los deberes de la organización. Me elogiaban por mi trabajo de la tarde en la oficina.

   “¡No intentes atrapar a Dios tan pronto!”. Esta burla por parte de uno de mis compañeros del ashram acompañó una de mis tempranas escapadas al ático. Me dirigí a Dyananda, ocupado en su pequeño sanctasanctórum sobre el Ganges.

   “Swamiji5, no entiendo qué se me pide aquí. Estoy buscando la percepción directa de Dios. Sin Él no pueden satisfacerme la afiliación a una organización, ni a un credo, ni la realización de buenas obras”.

   El religioso de túnica naranja me dio una palmadita cariñosa. Representando un reproche fingido amonestó a unos cuantos discípulos cercanos. “No molestéis a Mukunda. Aprenderá nuestras costumbres”.

   Oculté educadamente mis dudas. Los estudiantes salieron de la habitación, sin acusar demasiado el castigo. Dyananda tenía algo más que decirme.

“Mukunda, veo que tu padre te envía dinero con regularidad. Por favor devuélveselo; aquí no lo necesitas. Una segunda orden con respecto a tu disciplina concierne a la comida. Aún cuando estés hambriento, no lo menciones”.

   Si el hambre se reflejaba en mis ojos, no lo sé. Que pasaba hambre eso yo lo sabía demasiado bien. La hora invariable de la primera comida en la ermita eran las doce del mediodía. En casa estaba acostumbrado a un gran desayuno a las nueve.

   Las tres horas de diferencia se me hacían cada día más interminables. Lejos quedaban los años de Calcuta en que regañaba al cocinero por un retraso de diez minutos. Ahora intentaba controlar el apetito; un día emprendí un ayuno de veinticuatro horas. Esperé la llegada del mediodía siguiente con ganas redobladas.

   “El tren de Dyanandaji viene con retraso; no comeremos hasta que llegue”. Jitendra me trajo estas demoledoras noticias. Como gesto de bienvenida al swami, que había estado ausente durante dos semanas, se habían preparado muchos manjares exquisitos. Un apetitoso aroma llenaba el aire. Al no ofrecerse nada más, ¿qué otra cosa podía tragar sino el orgullo de haber ayunado con éxito desde el día anterior?

   “¡Señor, acelera el tren!”. El Proveedor Celestial no podía estar incluido en la prohibición con que Dyananda me había impuesto silencio. Sin embargo la Atención Divina estaba en otro lugar; el lento y pesado reloj recorrió las horas una tras otra. Descendía la oscuridad cuando nuestro director entró por la puerta. Mi recibimiento fue de una alegría no fingida.

   “Dyanandaji se bañará y meditará antes de que podamos servir la comida”. Jitendra se me acercó de nuevo como pájaro de mal agüero.

   Yo estaba cerca del colapso. Mi joven estómago, nuevo en las privaciones, protestaba con persistente vigor. Ante mí pasaban escenas de las víctimas de la hambruna.

   “La próxima muerte por inanición en Benarés ocurrirá inmediatamente en esta ermita”, pensaba. La inminente muerte fue evitada a las nueve. ¡Llamada de ambrosía! En mi memoria aquella comida está vívidamente grabada como uno de los momentos perfectos de la vida.

   A pesar de mi intensa concentración pude observar que Dyananda comía distraído. Por lo visto estaba por encima de mis burdos placeres.

   “Swamiji, ¿no tenía usted hambre?”. Felizmente saciado, me encontraba solo con el director en su estudio.

   “¡Oh, sí! Pasé los últimos cuatro días sin comer ni beber. Jamás como en los trenes, llenos de las heterogéneas vibraciones de la gente mundana. Observo estrictamente las normas shástricas6 para los monjes de mi orden.

   “Ciertos problemas de nuestro trabajo en la organización ocupan mi mente. Esta noche descuidé mi cena. ¿Qué prisa hay? Mañana me ocuparé de comer de forma adecuada”. Se rió alegremente.

   La vergüenza se extendió por mi interior como un ahogo. Pero el día de tortura pasado no era fácil de olvidar; me aventuré a hacer otra observación.

   “Swamiji, estoy desconcertado. Suponga que por seguir sus instrucciones no pido nunca comida y nadie me la da. Me moriría de hambre”.

   “¡Muérete entonces!”. Este alarmante consejo hendió el aire. “¡Muere si debes hacerlo, Mukunda! ¡No admitas jamás que vives gracias al poder del alimento y no al poder de Dios! ¡Él, que ha creado todas las formas de alimento, Él, que nos ha otorgado el apetito, verá sin duda que Su devoto está padeciendo! ¡No creas que es el arroz quien te sostiene o que el dinero o los hombres te respaldan! ¿Podrían ser de ayuda si el Señor retira de ti el aliento vital? Ellos son simplemente Sus instrumentos indirectos. ¿Es gracias a alguna habilidad tuya por lo que tu estómago digiere el alimento? ¡Utiliza la espada del discernimiento, Mukunda! ¡Corta la cadena de los intermediarios y percibe la Causa Única!

   Sus incisivas palabras me calaron hasta la médula. Con ellas desapareció un antiguo engaño por el cual los imperativos corporales burlaban a los del alma. Aquí y ahora saboreaba la autosuficiencia del Espíritu. ¡En cuántas ciudades extrañas, en mi futura vida de viajar incesante, tuve ocasión de comprobar lo útil de esta lección aprendida en la ermita de Benarés!

   El único tesoro que me había acompañado desde Calcuta era el amuleto de plata del sadhu que me había legado mi madre. Guardado durante años, lo tenía ahora cuidadosamente escondido en mi habitación del ashram. Para renovar mi felicidad con el testimonio del talismán, una mañana abrí la caja cerrada. La cubierta precintada estaba intacta, pero ¡ay!, el amuleto había desaparecido. Lloré abrumado de dolor al abrir el sobre y confirmarlo inequívocamente. Se había desvanecido, según la predicción del sadhu, en el éter de donde lo emplazó.

   Mi relación con los seguidores de Dyananda era cada vez peor. Los compañeros se sentían ofendidos, heridos por mi actitud resueltamente distante. Mi estricta observancia de la meditación como el auténtico Ideal por el que había dejado el hogar y las ambiciones mundanas, provocaba una frívola crítica por todas partes.

   Desgarrado por la angustia espiritual, un amanecer entré en el ático decidido a orar hasta que se me concediese una respuesta.

   “¡Misericordiosa Madre del Universo, enséñame Tú misma por medio de visiones o de un gurú enviado por Ti!”.

   El paso de las horas me encontró sollozando sin respuesta. De pronto me sentí elevado a una esfera no circunscrita.

   “¡Tu Maestro vendrá hoy!”. Una divina voz femenina llegó de todas partes y de ninguna.

   Esta experiencia supranatural fue atravesada por un grito procedente de un lugar concreto. Un joven religioso apodado Habu me llamaba desde la cocina del piso de abajo.

“¡Mukunda, ya basta de meditación! Se te necesita para un recado”.

   En otra ocasión hubiera respondido con impaciencia; ahora me limpié la cara hinchada por las lágrimas y obedecí a la llamada sumisamente. Habu y yo salimos hacia un mercado distante, situado en la sección bengalí de Benarés. El implacable sol de la India todavía no había llegado a su cenit cuando terminamos nuestras compras en los bazares. Nos abrimos paso entre la colorista miscelánea de amas de casa, guías, religiosos, viudas vestidas sencillamente, solemnes brahmines y los omnipresentes búfalos sagrados. Al pasar por una callejuela poco llamativa, volví la cabeza y miré detenidamente hacia la angosta calle.

   Un hombre semejante a Cristo, vestido con las ropas ocre de un swami estaba de pie, inmóvil al final de la calle. En el acto, y como si lo fuera desde hacía mucho tiempo, me resultó familiar; mi mirada lo devoró hambrientamente durante un instante. Después me asaltó la duda.

   “Estás confundiendo a este monje errante con alguien a quien conoces”, pensé. “Soñador, camina”.

   Transcurridos diez minutos sentí los pies entumecidos. Como si se hubieran vuelto de piedra, eran incapaces de llevarme más allá. Me di la vuelta trabajosamente; mis pies recuperaron la normalidad. Me volví en dirección opuesta; de nuevo el extraño peso me oprimía.

   “¡El santo está atrayéndome magnéticamente hacia él!”. Con este pensamiento amontoné mis paquetes en los brazos de Habu. Él había estado observando divertido mi errático juego de piernas y ahora estalló en risas.

   “¿Qué te pasa? ¿Estás loco?”.

   Mis tumultuosas emociones me impedían replicar nada; silenciosamente me marché con rapidez.

   Volviendo sobre mis pasos como si calzara zapatos alados, llegué a la estrecha callejuela. Mi rápida mirada descubrió la tranquila figura, mirando fijamente en mi dirección. Unos ansiosos pasos más y estuve a sus pies.

   “¡Gurudeva!”7. El divino rostro no era otro que el de mis miles de visiones. Estos serenos ojos en la leonina cabeza de barba recortada en punta y cabellos sueltos con frecuencia habían mirado escrutadoramente a través de la oscuridad de mis sueños nocturnos, sosteniendo una promesa que yo no había entendido por completo.

   “¡Querido mío, has venido a mí!”. Mi gurú profería estas palabras una y otra vez en bengalí, su voz temblaba de alegría. “¡Cuántos años te he esperado!”.

   Nos unimos en el silencio; las palabras parecían totalmente superfluas. La elocuencia fluía en un mudo canto del corazón del maestro al discípulo. Con una antena receptora infalible detecté que mi gurú conocía a Dios y me conduciría a Él. La oscuridad de esta vida desapareció en un débil amanecer de recuerdos prenatales. ¡El teatro del tiempo! Pasado, presente y futuro son sus escenas cíclicas. ¡Éste no era el primer sol que me encontraba a estos sagrados pies!

   Con mi mano en la suya, mi gurú me condujo a su casa temporal en el sector Rana Mahal de la ciudad. Su figura atlética se movía con paso firme. Alto, erguido, de alrededor de cincuenta y cinco años, era activo y fuerte como un joven. Sus oscuros ojos eran grandes, embellecidos por una sabiduría insondable. Las ligeras ondas de su cabello suavizaban un rostro de imponente poder. La fuerza se mezclaba sutilmente con la delicadeza.

   Cuando llegamos al balcón de piedra de una casa sobre el Ganges, me dijo cariñosamente:

“Te daré mis ermitas y todo lo que poseo”.

“Señor, he venido a recibir sabiduría y el contacto con Dios. ¡Esos son los tesoros que busco!”.

   El rápido crepúsculo de la India había echado su medio manto antes de que mi maestro hablara de nuevo. Sus ojos contenían una ternura insondable.

   “Te doy mi amor incondicional”.

   ¡Preciosas palabras! Transcurrió un cuarto de siglo antes de que yo tuviera otra prueba audible de su amor. Sus labios eran extraños a la pasión; el silencio se acomodaba a su corazón oceánico.

   “¿Me darás el mismo amor incondicional?”. Me miro con la confianza de un niño.

   “Te amaré eternamente, Gurudeva”.

   “El amor ordinario es egoísta, enraizado oscuramente en los deseos y satisfacciones. El amor divino no pone condiciones, ni límites, ni cambia. La inestabilidad del corazón humano desaparece para siempre cuando el amor puro nos toca, nos atraviesa”. Añadió humildemente, “Si alguna vez me ves caer del estado de realización en Dios, prométeme por favor que pondrás mi cabeza sobre tu regazo y me ayudarás a regresar al Amado Cósmico que ambos adoramos”.

   Se levantó entonces en la oscuridad creciente y me condujo a una habitación interior. Mientras comíamos mangos y dulces de almendra, intercaló discretamente en la conversación un estrecho conocimiento de mi naturaleza. Yo estaba pasmado de la grandeza de su sabiduría, exquisitamente mezclada con una humildad innata.

   “No te aflijas por tu amuleto. Cumplió su objetivo”. Como un espejo divino, mi gurú parecía haber captado el reflejo de mi vida completa.

   “La realidad viva de su presencia, Maestro, produce una alegría más allá de cualquier símbolo”.

   “Ha llegado el momento de un cambio, en vista de que eres infeliz en la ermita”.

   Yo no había hecho referencia a mi vida; ¡ahora parecía innecesario! Por su forma de conducirse natural, sin énfasis, comprendí que no deseaba exclamaciones de asombro ante su clarividencia.

   “Debes volver a Calcuta. ¿Por qué excluir a tus familiares de tu amor por la humanidad?”.

   Su sugerencia me consternó. Mi familia había predicho mi regreso, a pesar de que yo no había respondido a las muchas súplicas que me enviaban por carta. “Dejemos que el joven pájaro vuele por los cielos metafísicos”, había comentado Ananta. “Sus alas se cansarán en la pesada atmósfera. Todavía lo veremos descender hacia el hogar, plegar las alas y descansar humildemente en nuestro nido familiar”. Con este desalentador símil en mi mente, estaba decidido a no “descender” en dirección a Calcuta.

   “Señor, no regresaré a casa. Pero le seguiré a donde vaya. Por favor, déme su dirección y su nombre”.

   “Swami Sri Yukteswar Giri. Mi ermita principal está en Serampore, en Rai Ghat Lane. Estoy aquí sólo por unos días, visitando a mi madre”.

   Me maravillé de la intrincada forma con que Dios juega con Sus devotos. Serampore está a tan sólo veinte kilómetros de Calcuta, aún así jamás había visto ni siquiera fugazmente a mi gurú en aquella zona. Para encontrarnos tuvimos que viajar a la antigua ciudad de Kasi (Benarés), santificada por el recuerdo de Lahiri Mahasaya. También los pies de Buddha, Shankaracharya y otros yoguis semejantes a Cristo habían bendecido su suelo.

   “Vendrás a mí dentro de cuatro semanas”. Por primera vez la voz de Sri Yukteswar era severa. “Te he confesado mi cariño eterno y te he demostrado mi felicidad al encontrarte, por eso haces caso omiso de lo que te pido. La próxima vez que nos encontremos tendrás que volver a despertar mi interés: No te aceptaré fácilmente como discípulo. Debe existir una completa obedeciencia a mi estricta educación”.

   Guardé un obstinado silencio. Mi gurú comprendió perfectamente mi dificultad.

   “¿Crees que tus familiares se reirán de ti?”.

   “No volveré”.

   “Volverás dentro de treinta días”.

   “Jamás”. Inclinándome reverentemente a sus pies, me marché sin suavizar la tensión de la controversia. Mientras caminaba en la oscuridad de medianoche, me preguntaba por qué el milagroso encuentro había terminado con una nota inarmónica. ¡Las balanzas duales de maya, que equilibran cada alegría con un dolor! Mi joven corazón todavía no era maleable para los dedos transformadores de mi gurú.

   A la mañana siguiente noté una hostilidad todavía mayor en la actitud de los miembros de la ermita. Mis días estaban salpicados de una grosería invariable. Tres semanas después Dyananda dejó el ashram para asistir a una conferencia en Bombay; un pandemonio se desató sobre mi desventurada cabeza.

   “Mukunda es un parásito, acepta la hospitalidad de la ermita sin dar a cambio lo que es debido”. Al oír este comentario lamenté por primera vez haber obedecido la petición de devolver el dinero a mi padre. Acongojado, me despedí de mi único amigo, Jitendra.

   “Me marcho. Por favor ofrece mis respetuosos saludos a Dyanandaji cuando vuelva”.

   “¡Yo también me voy! Mis intentos por meditar aquí no se ven más favorecidos que los tuyos”. Jitendra hablaba con determinación.

   “He encontrado a un santo semejante a Cristo. Vayamos a visitarle a Serampore”.

   Y así el “pájaro” se dispuso a “descender” rozando peligrosamente Calcuta.

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1 Sanskrita, refinada, completa. El sánscrito es la hermana mayor de todas las lenguas indoeuropeas. Su escritura alfabética es Devanagari, literalmente “morada de los dioses”. “¡Quien conoce mi gramática conoce a Dios!”. Panini, el gran filólogo de la India antigua rindió este tributo a la perfección matemática y psicológica del sánscrito. Quien le siga el rastro hasta su cubil llegará desde luego a la omnisciencia. Volver

2 No se trataba de Jatinda (Jotin Ghosh) ¡a quien se recordará por su oportuna aversión a los tigres! Volver

3 Camino o sendero prelimar hacia Dios. Volver

4 Las escrituras hindúes enseñan que los apegos familiares son engañosos si impiden al devoto buscar al Dador de todos los bienes, incluyendo el de los familiares amados, para no mencionar la misma vida. Del mismo modo Jesús enseñó: “¿Quién es mi madre? y ¿quiénes son mis hermanos?”. (Mateo 12:48). Volver

5 Ji es un sufijo habitual de respeto, utilizado particularmente para dirigirse a alguien directamente; así “swamiji”, “guruji”, “Sri Yukteswarji”, “paramhansaji”. Volver

6 Pertenecientes a los shastras, literalmente “libros sagrados”, que comprenden cuatro tipos de obras: los shruti, smriti, purana y tantra. Estos extensos tratados cubren todos los aspectos de la vida religiosa y social y los campos de las leyes, medicina, arquitectura, artes, etc. Los shrutis son escrituras oídas “directamente” o “reveladas”, los Vedas. Los smritis o saber “recordado” fueron recogidos por escrito en un remoto pasado, como los poemas épicos más largos del mundo, el Mahabharata y el Ramayana. Los Puranas son literalmente alegorías “antiguas”; tantras significa literalmente “ritos” o “ceremonias”; estos tratados transmiten profundas verdades bajo el velo de un simbolismo minucioso. Volver

7 “Maestro divino”, el término sánscrito habitual para designar al propio preceptor espiritual. Lo he traducido al inglés simplemente como “Master” (Maestro). Volver

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